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8
Relapse Records / 2018
Imaginemos que somos Ghost Rider, el personaje que Marvel ha dejado a un lado de su universo cinematográfico porque no es lo suficientemente atractivo para ser interpretado por alguno de los hermanos Hemsworth. Nuestro cráneo arde como recordatorio de un pacto con el diablo, y que ante el girar de la manivela del acelerador de nuestra poderosa motocicleta comienza a sonar “Halcyon”, primera canción del cuarto disco de Windhand: el riff que inicia nuestro camino, la voz que lo guía, los ecos rotos de una persecución que nos aguarda camino al infierno.
“Grey Garden” y su sucia distorsión, Dorthia Cottrell como fina muestra de la voz de ángel caído para convertirse en Lucifer, dosis de gozo ante la miseria, la melodía que se entreteje entre el pesado andar de dos patas de cabra sobre el fango. El imprevisto cambio de tono, la guitarra en reverb de fondo que nos transporta a una aparente calma, un jardín sonoro ideal entre tanto concreto, y un solo desgarrador para arrastrarnos de nuevo a una realidad difusa pero alentadora: el doom metal vive sus grandes glorias recientes gracias a bandas como Windhand.
“Pilgrim’s Rest” cual canción country y su dejo de oscuridad, un luto en las montañas, un beso de aguardiente casero ante una fogata en espera del amanecer, un lamento a la par de los aullidos de los lobos en Virginia, territorio de pentágonos y también de pentagramas. “First to Die” y su denso andar entre el fango, sacrificios necesarios, elegías sin destinatario específico, la lentitud como perfecta estrategia de propagación en un cuarto vacío, las bocinas que emanan su fuerza sin tender a la veloz rabia, y de nuevo los solos de guitarra que reptan entre la distorsión del bajo y los tiempos perfectos, no como los de dios mediante.
“Light into Dark” cual látigo sintetizado en las cuerdas de la guitarra que da paso al ensamble siempre siniestro y evocador, una suerte instrumental que funciona como preludio a “Red Cloud”, Black Sabbath a la sexta potencia doom, lentitud y hartazgo, esperanza en una voz dinámica, contratiempos ideales, y aunque pueda parecer que cada canción de Windhand tiene una estructura similar, son estos cambios en la forma de la interpretación los que denotan su inventiva. “Eyeshine” como largo recordatorio de que la maldad persiste en la creatividad, ruidos de fondo que dan paso a la distorsión, riffs dantescos que jalan nuestros pies en las orillas del río Estigia, la marcha de la muerte que nos acecha y nuestro ciego andar precavido para evitarla, 11 minutos de una travesía por el inframundo.
“Diablerie” cual enredadera de rosas rojas como ofrenda al maligno, pisar el acelerador como presagio, el camino está por terminar pero no la condición tosca de la mano que controla el aire, que mece la cuna, que alivia y que destroza. “Feather”, el dead end perfecto de la carretera que recorrimos, los campos secos que dejamos atrás, la guitarra cual anunciación de un último sello roto, cual vengadores fantasmas volveremos a nuestro infierno personal mientras nos arrulla la música y la voz nos anuncia lo que vendrá. 13 minutos de destellos doom y el gran final para una pieza ansiada y diferente, trasgresora y trepidante, ruidosa y maléfica.