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Grouch / 2019
Para The Destroyer — 1, el tercer álbum de TR/ST, el ruido es enigma y frenesí. Él es un bicéfalo con dos ideas opuestas, romance y oscuridad, que convergen en algunas canciones hasta lograr una fusión que resulta complicado descifrar. Inicia con un breve zumbido, asciende de lo profundo hasta desvanecerse y transformarse en una pulsación ¿Lo escuchan? Agudicen bien el oído, se acerca, es “Colossal”. Un punteo electrónico está suspendido sobre una neblina musical que forma un dance viscoso. “Nada está bien y nada está mal”. El protagonista la llama canción de cuna. Su advenimiento está fuera de duda. Si en el debut TR/ST brota como un misterio, una fuerza, acaso oscura y sexual, escondida tras una máscara que dificulta saber quién está tras ella y, sobre todo, comprender qué trata de decir con sus letras ambiguas, en su segundo álbum, Joyland, el acid pop y el industrial muestran esa potencia en caos; ya sea en “Rescue, Mister” y sus sintetizadores violentos contrastando con maullidos en los coros o en un tema caótico como “Peer Pressure”. En su nueva empresa, el canadiense Robert Alfons, único miembro oficial de la banda, pone en cauce esa energía dual a través de la dicotomía del sonido.
The Destroyer es un proyecto un ambicioso, un álbum doble de 16 temas que se fragmenta en dos entregas, la primera estrena este 19 de abril, mientras que la segunda será publicada en la recta final del año. En la parte uno TR/ST sale de la caverna después de cinco años de un silencio interrumpido brevemente por algunos sencillos como “Slug” o “Bicep” –este último rescatado para The Destroyer — 1–, así que es mejor apagar la luz y esperar la llegada inevitable de esta fuerza desconocida que durmió por un lustro. El rostro del proyecto se conserva oculto, pero mantiene una intensidad decidida. Una voluntad.
A lo largo de ocho temas el álbum va por el sonido electrónico de fauces oscuras, manteniendo congruencia estética en relación con lo que había publicado anteriormente, canciones con carácter dance pop, pero corruptas por una cabeza del bicéfalo que las guía por lo industrial, por la saturación de sonidos, el atasque, lo bestial, la desmesura. La personalidad del canadiense Robert Alfons así es, misteriosa y un poco perversa, pareciera que oculta algo, que guarda apariencias, pero cuando platicas con él o lo escuchas hablar te deja otra impresión, la de alguien dulce. Este el mejor punto de su trabajo, cuando logra impregnar su música de una auténtica vibra oscura a la par de inyectar una dosis de ternura pop, cuando se deja llevar por lo animal y experimental o cuando se asume como la bestia que es, se transforma y deja que la cabeza salvaje tome el control tal cual lo hace en “Bicep”.
En piezas como la que abre el álbum, “Colossal”, o como la que lo cierra, “Wake With”, Robert Alfons, al lado de Maya Postepski, expone la potencia de su composición, de su autenticidad, de su genio para bifurcar un tema, para crear momentos que sobreviven a su propio tiempo; en canciones como “Poorly Coward” se arriesga hacia lo agresivo; en tanto que en “Control Me” o en “Grouch” no logra romper con los límites de su pasado y resultar un poco arcaico para sí mismo por lo frágil de la canción, por lo simple. No obstante hay que remarcar que la voz es un prodigio, un hechizo que aleja su música de alguna etiqueta con cada pirueta que hace. A veces gutural, a veces aguda, a veces gruesa, el personaje de cada tema relata estados de ánimo inciertos llevando al escucha a una caída libre como la portada del álbum. Grabado en Los Ángeles y en Ontario, The Destroyer — 1, se queda corto y deja la incertidumbre de saber si haberlo dividido era la mejor decisión artística. La idea se queda diluida por falta de químicos. Y vuelve la pregunta, ¿hacia adónde nos dirigimos?¿Qué nos quiere decir Alfons? ¿Quién es en realidad? Apaguemos la luz, tal vez lo descubriremos.