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Rhino Records / 2018
Ocho años después de la última vez que los pilotos soltaron su último disco; un disco que era, también, homónimo y en el que escuchábamos a Scott Weiland quebrarse la voz y dejarnos su último regalo antes de ascender por la escalera al cielo (bonito gag rockero).
¿Por qué mencionar esto? Aunque sea quizá algo anticipado y el punto en el que la mayoría de las reseñas a lo largo de los medios de esta industria de la crítica musical caerán, es obligado: Ya cuando en 2013 un Chester Bennington ocupó el lugar del conflictuado Scott se sentía una desazón en el oído, no porque Chester hubiese sido malo, simplemente algo no cuajaba, se sentía forzado y falto de la chispa que, nos guste o no, se fue en el mismo momento que Weiland lo hizo.
Dicho todo lo anterior podemos empezar. El disco en esencia es bueno, en realidad es bastante bueno, pero hay dos detalles que no se pueden dejar pasar: El primero, es un álbum de rock bien logrado, sin embargo, a lo largo de la historia, los álbumes de rock “bien logrados” siempre han sido los más simplones y esos que se olvidan rápidamente; segundo, esa necedad de hacer que suene a lo que en algún momento nos dio Stone Temple Pilots hacen que todo se vuelva más artificial.
¿Alguna vez vieron la película The Rocker? Bueno, si su respuesta es no, deberían de correr a hacerlo (Emma Stone luce bellísima y el soundtrack no decepciona, opino yo), este disco es básicamente la escena en la que sustituyen al baterista que es el alma de la banda por uno nuevo. Claro, las circunstancias son completamente distintas e incluso parece una grosería la comparación, pero sucede básicamente lo mismo: hay algo que falta.
Jeff Gutt hace lo suyo y, aunque su voz no podría compararse a la de Chester o la de Scott (aún cuando parece que buscaron específicamente a Jeff para que sonara exactamente como este último), sale bien librado.
Tratemos de poner un nombre diferente a la banda, olvidemos que son los Stone Temple Pilots.
“Middle of Nowhere” es una excelente y enérgica entrada para el material. La voz y las guitarras, de la mano con una batería poderosa, provocan que quiera estar en un concierto, saltando entre la multitud y aventando cerveza bajo las luces que, intermitentes, revelan solo siluetas sobre el escenario. El solo de guitarra en el minuto 2 es magnífico.
“Thought She’d Be Mine” es una magnífica balada rock, una de esas que se extrañan en nuestros días y que podría entrar en uno de mis playlists sin problema alguno. Sucede lo mismo con “The Art of Letting Go” en la cuál la voz de Gutt, para mi gusto, suena en todo su esplendor. Sin esa aspereza fingida y con un tono incluso más terso de lo que había sonado jamás alguna canción de los Stone.
Otros temas dignos de mención son “Meadow”, con un groove de guitarra bastante interesante aunque no innovador, “Reds & Blues” con una maravillosa letra y una sencilla melodía en la que podemos transitar como si fuésemos en el Camino por alguna carretera en el desierto y “Roll Me Under” uno de los previews del álbum en el que sí se siente esa nota agridulce que trae a la memoria los tiempos de gloria de la banda de San Diego.
Lo que le sucede a este LP es algo que pasa con el noventa por ciento de discos de bandas en las que su frontman ya no está: se sienten vacíos. Claro que el prejuicio y la carga emocional tienen mucho que ver en esta percepción, pero al menos a mí me fue imposible escucharlo sin sentir que alguien trataba de engañarme.
Una constante en este material es que sus mejores partes se pueden sentir cuando suenan menos a lo que Stone Temple Pilots fue en algún momento y es ahí cuando digo: ¿Por qué no simplemente hacerlo de esa manera? Quizá ni ellos mismos lo sepan así que solo podemos decir que, aunque no es el peor disco de la historia, bien podríamos pasar sin arrepentirnos en algún momento.