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Narro la experiencia tal y como fue ocurriendo.
20.30 H. ocupo mi asiento sin mayor problema. La promesa: A lo largo de la noche hemos de visitar los casi 30 años en la carrera de Javier Corcobado. Él se sumergirá sin miramientos, sin condescendencias, sin inútiles precauciones; se sumergirá para abismarnos junto a su cuerpo de adulto a esos paisajes obscuros que lo constituyen.
Casi a punto de iniciar el recital, trato de imaginarme lo que pasa tras bambalinas: La emoción palpitante de los últimos momentos, los abrazos mudos, las miles de escenas que como ráfaga les cruzan por la cabeza (Y es que, para un músico, una noche como ésta es un parteaguas indiscutible).
Tan solo un cuarto de hora más tarde de lo anunciado –21:15 H.– las luces de la sala palidecen. Mientras, “El Duque del Ruido” ocupa su sitio sobre el imponente escenario de un teatro que por poco, pudo estar totalmente lleno. A la cuenta de unas baquetas, acción:
Abre la velada un solo de trombón. El audio que de inicio suena desprolijo, poco a poco se va acomodando. Cabaret, poesía, obligados rabiosos, punk y lodo dulce. Javier canta "Les falta amor" lo dice con todo el cuerpo y se lanza al piso de rodillas.
“¡Buenas noches México!” Tras un intro de acordeón, los primeros valientes se despegan de sus asientos. En una versión un poco menos violenta que la grabación original, nosotros rugimos –junto con él– poesía: “Querido cielo, las alas nievan rozando el aguardiente del amor. Querido cielo, el crepúsculo anuncia lo quirúrgico de tus silencios… Nadie me besará cuando yo muera”.
Bossa nova de su último disco que coquetea con los sonidos rojizos del cabaret y en su jocoso movimiento esconde una lírica espesa como baba se camufla. Javier nos canta una oda a Lolita. Desde el balcón alguien lanza el primero de muchos aullido.
De brasil, brincamos a lo embrujado de un bolero. Susurrante, la suma de nuestras voces conjura un hechizo de sombra. “Te escucharé atentamente pensando que ese soy yo, bebiendo y fumando música embrujado con tu voz, y la canción que no canto la escucho en tu corazón y si me dejas entrar te amaré mejor que Dios”.
Recordando los tiempos cuando Corcobado hacía dupla con Los Chatarreros de Sangre y Cielo, Javier levanta la base del micrófono en franca provocación y nos conduce obedientes hacia el ritmo de un tango afligido. Al fondo del escenario, una pequeña mesita llena de licor recibe la visita alternada de los músicos que rompen todo formalismo, es la noche de las confidencias ebrias. “Y en nuestro último beso mordimos el gusano del mezcal, y después nos suicidamos”.
Tan largo es el recorrido que daremos, que nos vamos al inicio y del Agrio Beso aullamos “Sangre de perro”. Los arreglos de las versiones se modifican y por un momento reconocerlas toma su tiempo, se mudan del punk, habitando en su re interpretación un espacio menos distorsionado, pero igual de violento, lo que resulta en aullidos desde los balcones, gritos, escalofrío entero en crescendo.
Tras una pausa que deja oír nuestra inquieta emoción Javier se dirige a nosotros: “Quiero que nos ayudéis en esta canción, ¿Os gustan los perros? Pues por favor, ladrad” y ladramos para introducir la balada de aires frescos que nos hace aterrizar la catarsis convulsiva de hace un rato. “No sé dónde pero me duele mucho, me duele mucho” (Y sobre el escenario vestido de cortinas color sangre, Corcobado en verdad se estruja el corazón).
Este sin duda no es un concierto para el baile, es un concierto de recitar poesía dolorosa y hemos venido a cantarla a todo pulmón.
En un intermedio, largo pero justo, Javier se toma el tiempo para presentar a sus secuaces musicales. Algunos como Oscar Aparicio (trombón, melódica, coros); Jaime Yakaman (guitarra) y Nacho Colis (batería y coros) son cómplices de varios años. El equipo se completa con sangre mexicana: Lola Barajas (sintetizador, theremin, melódica, acordeón coros) y Edgar Torres (guitarra).
Homenajeando al gran Raphael, se antoja dar un sorbo de aguardiente mientras el nudo en la garganta nos deja cantar bajito “Te estoy queriendo tanto que te estoy acostumbrando mal” y se nos rasgan los ojos recordando esa gran mesa de apuestas que es el amor.
La canción anterior ha dejado como saldo un micrófono roto y los minutos corren lentos en lo que el desperfecto se soluciona. Sin audio, Javier camina el escenario de un lado a otro, agita sus manos, nos brinda y saluda a cada rincón del recinto. El audio no es tan bueno a veces, y parece no importar mucho al cantar un bolero doloroso y alcoholizado.
Aprovechando la libertad que le brinda Lola y su acordeón, Corcobado se sienta al filo del escenario como un niño que mira a ninguna parte. Una chica se acerca y tímida le da una nota que sin mirar se guarda en el saco para después levantarse y seguir con el bolero. El ritmo se acelera: vida, herida y cicatriz se gritan violentas de rodillas. Escarbar en la yaga de eso se trata. Cantar sucio y vulnerable.
Los minutos crecen y Javier nos mira “Les voy a hacer una pregunta ¿Qué es la libertad?. Los amigos de se abrazan y a todo pulmón gritan: “La libertad es la cárcel más grande de todas las cárceles”.
Aunque a la versión le falta distorsión y mugre, logra disparar el gatillo que nos lleva al clímax. El alcohol va haciendo su efecto y ya se miran las caras rojas, el equilibrio roto, la pura franqueza de un estado donde nada importa más que existir en ese momento.
Para este momento todo termina de estallar y sin excepción nos ponemos pone de pie para brincar, perder la compostura y celebrar la tragedia “Muerte, muerte, muerte” coreamos todos, mientras nuestro adalid baja del escenario a bailar entre la multitud. Y con eso, aparentemente finaliza la noche.
Encore:
De pie en el centro de todo, Javier recita sus versos rojos con una mano metida en los bolsillos. Nos recorta el aliento y nos estruja los ojos con las imágenes que va narrando.
23.40 H. a más de dos horas de concierto el final nos alcanza y la multitud ruge por una última canción que nunca sucede. Javier le agradece a la noche de rodillas, acto seguido toma su botella de mezcal y se marcha lejos.