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Las calles de la Ciudad de México estaban adornadas con motivo del festejo del día de la Virgen de Guadalupe. En las avenidas cercanas al Palacio de los Deportes podían verse a miles de peregrinos caminar para llegar a la Basílica. Al mismo tiempo, otro peregrinar poco a poco se iba dando cita para ser testigo de uno de los conciertos más potentes y concisos que ha dado Caifanes desde su regreso en 2011.
La raza, como suele llamarle Saúl Hernández a los seguidores de Caifanes, se fue acomodando en sus lugares. Algunos reflejaban el paso de los años con sus barrigas cheleras, y una que otra calva predominaba en el público, el cual —como si fuera el uniforme de la selección nacional— portaba con orgullo alguna playera con motivo de Caifanes. Ahí estaban presentes, con la misma ilusión y éxtasis de ver a sus ídolos de finales de los ochenta y principios de los noventa, como si fuera la primera vez, sumados a una nueva generación de niños y adolescentes que también han tomado a Caifanes como parte importante de sus vidas.
“Este no es un concierto, es un sueño”, así lo dijo Saúl después de un inicio sin tregua con “Debajo de tu piel”, “Para que no digas que no pienso en ti” y “Miedo”. Y tal y como sonaran en 1988, un set dedicado a su disco debut erizó la piel y detuvo el corazón de todos los asistentes con “Te estoy mirando”, “Cuéntame tu vida” y “Viento”. En las pantallas se proyectaban imágenes de recuerdos del cuarteto, tanto boletos y flyers de conciertos antiguos como fotografías de aquellos jóvenes Caifanes dark, mientras las lágrimas de uno que otro fan corrían al compás de cada acorde.
El ritual caifán esta vez fue diferente, ya que canciones que hacía mucho no sonaban en vivo volvieron a hacer retumbar el Domo de Cobre. “Metamorféame”, “Hasta que dejes de respirar”, “Amárrate a una escoba y vuela lejos” y hasta el folclor de las jaranas de “Mariquita” se hicieron presentes, y clásicos como “Ayer me dijo un ave” y “Afuera” sonaron en versiones diferentes a la original, siendo un regalo de oro para los fans de corazón.
Con ejecución perfecta y alabados a la menor provocación, Alfonso André cada vez hace sonar mejor su batería, mientras que Diego Herrera —siempre animado y bailarín— pone el alma en cada nota de los teclados y el saxofón. Sabo Romo lleva siempre el ritmo con la perfección de un reloj suizo y Saúl Hernández, que cada vez tiene menos voz, canta más con el corazón; los 18 000 fans que abarrotaron el recinto, lo acompañaron en una sola voz en cada canción. Mención de honor al guitarrista Rodrigo Baills, quien acompaña al grupo desde la salida de Alejandro Marcovich, y vaya que lo hace como todo un dios de la guitarra.
Sin tanto discurso como en otras ocasiones, Saúl Hernández solo invitó a la raza a cuidar de nuestros niños, porque en ellos está el futuro del país. La lluvia de clásicos no paró y pudimos escuchar “La célula que explota”, “Detrás de ti”, “Nubes”, “Antes de que nos olviden”, “Los dioses ocultos”, “Aviéntame”, “De noche todos los gatos son pardos”, “Quisiera ser alcohol”, “Amanece”, “Perdí mi ojo de venado”, “No dejes que”, y para cerrar la noche con toques más épicos, “La negra Tomasa” llegó para poner a bailar a todos.
Casi dos horas y media de concierto, una vida llena de canciones y canciones llenas de vida. Y mientas “Imagine” de John Lennon sonaba en el sonido ambiente, Caifanes se despedía de su raza, aquella que no dejaba de darle las gracias y que esta vez llevó el ritual a otra dimensión.