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El Festival Aural, en su edición 2014, dio inicio la noche del miércoles 12 de marzo con el concierto de Charlemagne Palestine, célebre músico neoyorquino influido por las tendencias de la música experimental avant-garde de la década de los 60.
Palestine es generalmente asociado con el movimiento de música minimalista, que tiende a reducir las cualidades sonoras hacia lo esencial, repitiendo continuamente frases cortas que varían paulatinamente de una tonalidad a otra y acompañándose de vez en cuando por movimientos sonoros constantes y lentos.
Los asistentes al performance se dieron cita en el Teatro de la Ciudad de México, donde primeramente se presentaron Juan García y Chris Cogburn que realizaron una improvisación electroacústica utilizando chelo y percusiones, respectivamente. Este dúo comenzó a cocinar la sesión con sonidos no melódicos sino más bien juguetones con las vibraciones y las cualidades físicas del sonido, utilizando ritmos monótonos e introspectivos.
Posterior a ellos, el escenario fue transformado en una curiosa instalación llena de objetos que fácilmente podríamos calificar de kitsch, como osos de peluche, calaveritas, telas con estampados y figuras de distintos colores, acompañando a un piano y una mesa sobre la cual estaba la laptop de Charlemagne. Entonces se dio comienzo al ritual performatico.
En un ambiente rojizo y solemne se comenzaron a escuchar secuencias provenientes de la laptop, una sucesión y cohesión de sonidos de naturalezas distintas, desde voces humanas hasta sonidos de insectos o de animales de granja y sintetizadores que constituían un complejo paisaje sonoro que no perdía su carácter tranquilo. Enseguida, Palestine tomó una copa de cristal (con líquido transparente adentro) y la comenzó a tocar siguiendo el borde con movimientos circulares, generando un penetrante sonido que inundó todo el lugar. Luego comenzó a cantar de manera aguda y constante, con un carácter andrógino, para después silenciar todo y sellar la pieza exclamando “¡Mezcal!”.
El público soltó algunas risas y Palestine se instaló en el piano. Comenzó a tocar una sucesión de ritmos repetitivos que paulatinamente se fueron haciendo mas graves, recorriendo lentamente toda la escala tonal. Estos movimientos constantes que repetían una y otra vez la misma figura trastocaban las cualidades mentales y sensoriales de los asistentes, en una especie de mantra ritual a través del sonido del piano. Fue entonces cuando resurgió su herencia minimalista, la economía de recursos sonoros crea un ambiente continuo que permite a la mente perderse en la textura y percibir sonoridades cruzadas.
El ambiente místico se detuvo y Charlemagne se puso de pie. Tomó un par de peluches parlantes que hizo “cantar” frente al micrófono, juego que realizó durante unos minutos, hasta que los ositos pronunciaron: “bye, bye”.