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“¿Cómo se habrán divertido las generaciones pasadas?”, me pregunto mientras una serie de luces magenta y azules son lanzadas de lo que podría hacerse pasar por un templo de culto. Las monstruosas bocinas disparan un ritmo tropical que –siento– he escuchado todo el fin de semana, mientras la gente a mi alrededor se sacude sin importar, ni siquiera, quién está en el escenario. Vaya, ni yo sé quién es.
Son más de las 3 am y me cuesta imaginar a mis progenitores sobreviviendo a base de alcohol de contrabando, cerveza y demás estimulantes, ¿qué pensarían de mi? Yo crecí en estos años de “transición”, como diría un camarada con el que comparto una de las dos anforitas de tequila que escondo en mis bolsillos. Él hace referencia al “rock” y por qué está "muriendo": “si no se acoplan a este pedo, va a valer mierda”, sentencia mientras señala el epicentro donde Lee Burridge lanza el combustible que tiene a todos aquí moviéndose como si no existiera mañana.
Pensándolo de cierta forma, un festival como Bahidorá sería impensable hace tan solo diez años. La forma en la que funcionaban estos festejos giraban en torno a otras atracciones; como el lineup, quizá. No digo que éste sea malo, pero si lo llevaran a un venue diferente, la cosa iría de forma distinta. Es apenas en ésta década que algunos promotores mexicanos se dieron cuenta que esto, más allá de la música, se trata de la experiencia.
Llegó la época del año donde Las Estacas, parque natural en Morelos, se convierte en un paraíso post-adolescente. El terreno verde cobra vida como parque temático que alberga cinco escenarios, exposiciones de arte, stands de ropa, comida y demás arreglos que entre ductos del río y arboles te envuelve en un vibe de libertad. Fue sorprendente observar cómo desde la noche del viernes la actividad llegó a tope en El Umbral, donde Nickodemus recibió el fin de semana, al tiempo que una torre prendía la leyenda “Bahidorá 2018” en medio de una irrupción de fuegos artificiales.
Entre la oferta de stages, el primero en cobrar vida el sábado fue El Asoleadero. Y cómo no amar un escenario en medio del río. Pirate Stereo y Santiago Caballero, miembros del crew Slap & Tickle trajeron el funky house que los distingue en el night-life de Miami para sacudir a los primeros valientes en meterse a nadar. En el escenario más grande instalado en el lugar; el Sonorama, Los Aguas Aguas lanzaron mil y una razones para que la gente se pusiera a bailar. No necesitaron de mucho. Su fusión de son jarocho y reggae, movía a los asistentes, quienes parecían realizar una especie de rito al sol.
En Bahidorá nunca te aburres y es que en cada esquina algo está sucediendo. Entre los escenarios topé el trabajo de artistas como Flaminguettes, quienes colocaron una especie de inflable esponjado y colorido que se erguía como monstruo del bosque. En la Isla B una serie de actividades de meditación y yoga se llevaban a cabo, mientras que en El Asoleadero, Riobamba secaba a la gente con sus ritmos cadenciosos.
El sol caía y el gurú del chillwave, Ariel Pink comenzó su set en Sonorama. Mucho he escuchado acerca de la falta de seriedad, que algunos creen, tiene el californiano en su ejecución; por lo cual su presentación sería una moneda al aire. De a poco Ariel nos comenzó a adentrar en su mundo de psicodelia, con un setlist muy apropiado para la ocasión; “Another Weekend”, “Put Your Number On My Phone”, “Lipstick”, entre otras, dejaron al público satisfecho.
Mientras tanto en La Estación, Nathy Peluso y Eptos Uno le dieron la bienvenida a la noche con rimas y hip hop. La propuesta comenzaba a ser vasta y era necesario partirse en cinco para estar en todo. En el escenario principal, Mount Kimbie dejaba boquiabiertos a aquellos que aún prestaban más atención al acto que a la fiesta.
Uno de los puntos más altos del festival llegó con Kamasi Washington. El artista norteamericano le cayó de perlas al festejo, dando cátedra de un estruendoso y cuidado jazz junto a su banda. Debo decir que el audio fue de lo más placentero en el Sonorama, sin fallas detectables, digno para un artista como Kamasi.
Pese a la queja de mucha gente de que este año el lineup había quedado corto, el Sonorama lanzaba propuestas sorprendentes en cada acto. Tocó el turno de Shigeto. Zach Saginaw recibió la madrugada con un live alucinante que arrojó texturas de ambient campechaneadas con ritmos de jazz y hip hop.
La Estación también atestiguó actos memorables como el de DJ Scratch, que mezcló desde Kurtis Blow hasta Akon, o el de Ghetto Kumbé, trio de afro-house que salió con mascaras tribales y prendió a los asistentes, quienes ya se preparaban para batallar la noche entera.
Bahidorá es un lugar donde puedes asomarte a la manera de fiestear de ésta generación, claro, no es por generalizar, pero un festival como éste te da muchas pistas del accionar de la chaviza estos días. Un cartel dominado por DJs, actos orientados a la electrónica y la no-necesidad de saber quién está tocando, dan personalidad a ese feel de bailar sin importar qué; con quién vayas, qué consumas, qué vistas o cómo lo hagas, una libertad que te da una experiencia diferente.
Nunca sabré cómo se divertían antes, pero me gusta cómo lo hacemos ahora.