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Hace unos días la noticia fue inevitable: La salud de Aretha Franklin, la figura femenina que encarnaba la realeza del soul se encontraba jugando al equilibrio en un panorama que poco le favorecía.
Al tiempo, los escritores afilaron sus plumas, los músicos se sobresaltaron, sus viejos discos se desempolvaron de nuestra memoria; y todos, sin dudarlo contuvimos el aliento nerviosos, pidiéndole a la señora muerte que nos permitiera conservar a nuestra preciada reina.
El texto que ahora escribo me fue encargado con una anticipación que me hizo arquear la espalda y entrar en negación paralizante, no iba a escribir nada antes de que sucediera, quizá así no sucedería. ¿Cómo hablar de aquello que no existe, como entenderlo en el cuerpo, en el espíritu que dibuja las palabras que luego llegan a la punta de los dedos para ser escritas?
Hoy me desperté con la noticia que culminaba aquello que ante la mirada muchos había cobrado una forma sentenciosa desde el mismo momento en que fue develado:
Sí, Aretha Franklin, o al menos aquello que conocíamos como su cuerpo recipiente, paró la marcha esta mañana pasadas las 9 H. El diagnóstico: Cáncer de páncreas. En el sentir colectivo una nueva grieta, la extinción inevitable de otra de las grandes figuras sobre las cuales se ha edificado la historia no solo de la música, sino de muchas vidas.
Memphis, Tennessee 25 de marzo 1942.
En el seno de una familia que la amamantó con música y aguerrida espiritualidad, nació Aretha. En el medio de un tiempo turbulento para la piel obscura, en el sur de Estados Unidos con todas las implicaciones que esto pudiese tener en su vida.
Su padre era un reverendo conocido por sus ideas revolucionarias, pero sobre todo por una habilidad nunca antes vista para esparcir el evangelio a través de la música (se dice que cuando tenía apenas 15 años, una voz le reveló el camino que habría de seguir hasta su muerte). Su madre, pianista y cantante que terminó por abandonar a la familia cansada del maltrato de su compañero, dejando a la pequeña Aretha (quien entonces tenía apenas 6 años) y sus tres hermanas a cargo de la abuela paterna en casa del reverendo que para entonces vivía en Detroit.
Su niñez transcurrió inmersa en los sonidos de la iglesia (espacio que desde la época de la esclavitud significó para la comunidad afro americana no solo el lugar de su fe, sino la posibilidad de refugiarse y ser libre), donde desde el púlpito su padre –quien simpatizaba con las ideas de la teología de la liberación– denunció la segregación y la supremacía blanca de la época.
A diferencia de otras cantantes de la época, creció en un espacio privilegiado. Su casa en Detroit se ubicaba en un barrio acomodado y había espacio de sobra para que ella y sus hermanas se apropiaran de la herencia cultural y musical de sus padres. Poco tiempo pasó para que la familia entera se incorporara a los servicios religiosos, y desde los seis años Aretha ya arrancaba el aliento de su congregación, subida en un pequeño banco de madera, cantando góspel con un sentimiento y espiritualidad que cuyo hechizo era infalible.
El piano y la voz fueron su refugio. Poco a poco los sermones del reverendo comenzaron a vincularlo con distintas personalidades de la época, así que no era extraño encontrar entre sus amistades a Mahalia Jackson o Martin Luther King. En las reuniones familiares mismo veía a Art Tatum y Nat King Cole tocar el piano, que a Duke Ellington, Della Reese y Ella Fitzgerald ir de visita. La misma Dinah Washington le compartió algunos secretos de la técnica vocal.
Mientras tanto, el reverendo nutría sus días proporcionándole discos de góspel para que intentara reproducirlos en el piano, o descubriera la voz de alguna cantante. A los 12 años su camino fue claro: dejó la escuela y se dedicó a ir de gira por distintas iglesias cantando con su padre la palabra divina durante casi un lustro.
A pesar de que su estatus era el de una joven privilegiada, andar en el camino constantemente la hizo conocer el racismo, comiendo apartada de los blancos sureños, con el temor inminente de su llamada “supremacía”, y al mismo tiempo el valor y la belleza de su raza.
También fue a los 12 cuando tuvo a Clarence, el primero de sus cuatro hijos. Edward vino 3 años más tarde, al tiempo que hizo sus primeras grabaciones y comenzó a ganar nombre en la comunidad del góspel.
Apadrinada por John Hammond en 1960 firmó con Columbia Records, con quien grabó algunos discos que seguían los patrones del jazz vocal de los 50 sin tener mucho éxito. Aunque dejando en claro la unicidad de su voz. En 1966 firmó con Atlantic Records dándole a su carrera la propulsión necesaria para comenzar su reinado.
Para el momento en que la fama por fin la había coronado, tenía 24 años, tres hijos y un esposo llamado Ted White (quien también fue su manager hasta antes de su divorcio en 1969); además de una década de experiencia sobre los escenarios. La vida le había mostrado aquello que necesitaba para darle su instrumento prodigioso la capacidad emotiva que necesitaba para ser inigualable. Y al encontrar su propia voz en la suma del góspel, el blues, el R&B y el pop; se convirtió en una de las grandes voces de la música popular de la época.
En su voz se traslucía la existencia perfectamente equilibrada de los opuestos, por un lado la elástica espiritualidad que contrastaba con su la afirmación de su sexualidad, el dolor y la felicidad de ser quien era, la resistencia y el sufrimiento de su raza.
No solo era una excelente cantante, también una pianista nata y una meticulosa arreglista que anotaba en sus partituras a grabar, minúsculos detalles de producción para que todo fuera perfecto. En palabras de una de sus hermanas era “la orquestadora principal de su propio sonido”.
A pesar de que su música –a diferencia de la de Nina Simone– nunca tuvo un discurso abiertamente político, su voz y su presencia ocuparon un espacio estratégico en un tiempo donde era necesaria hacer visible la absurda separación de las razas y temas como “Respect” (original de Otis Redding) y “Think” se convirtieron en himnos del feminismo y el empoderamiento afroamericano.
Dicho todo esto, Aretha Franklin también fue un ser que sufrió incontables perdidas: La muerte de varios familiares, dos matrimonios fallidos. La depresión y la ansiedad transitaron paralelas a su fama, siendo el escenario quizá el único espacio donde siempre se sintió en control de su existencia.
Y es que cuando la reina se sentaba al piano y se comprometía con la totalidad de su ser a ejecutar la canción adecuada, la ola de su encanto te arrastraba por completo, dejándote inmóvil ante el exorcismo sublime de tu propio espíritu que era capaz de romper en llanto de forma inexplicable, agobiado por tanta belleza.
Durante todo este día no he parado de darle vueltas al asunto. Sigo negándome a creer que nos ha abandonado. No, no se ha ido, no podría hacerlo nunca, seguirá latiendo en cada historia que se vea musicalizada por su presencia, en una canción que haga eco en el momento perfecto, en el ejemplo de todo lo que es posible.
Cae la noche, sé que es un poco tarde y a estas horas ya habrá pasado el revuelo de las primeras horas, pero no he podido parar de escribir, descubriendo al tiempo que contaba tu historia, la huella indeleble que has dejado en la mía. No hay por qué decirte adiós Aretha, quizá solo sea conveniente desearte un buen camino.