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11 de septiembre en Harlem. La fecha aún no tiene la connotación dramática de las Torres Gemelas, pero igual es Nueva York. Es 1965 y Richard Melville Hall da su primer alarido. Años después más que autor de llantos infantiles el sujeto cobrará fama por sus 12 álbumes de estudio, 10 álbumes recopilatorios, más de 65 sencillos e ideología que lo hacen blanco fácil de burlas.
El crío venderá más de 20 millones de álbumes (3 millones solo en Estados Unidos) y recibirá certificaciones tales como 1 disco de diamante en Francia, 20 discos de platino, 16 discos de oro y 1 de plata, pero por el momento es solo un niño cuyo supuesto tátara tátara tío ha escrito un libro muy famoso. ¿El título? Moby Dick. ¿Su pariente lejano? Moby.
La carrera de Moby inició antes de que yo –y probablemente el lector de este texto– siquiera naciera: en los ochenta tocó la guitarra en una banda de hardcore punk llamada Vatican Commandos y luego repitió rol en una agrupación de rock alternativo de nombre Ultra Vivid Scene (si les da morbo, pueden ver a un joven e exitoso que ha compuesto, producido y remixado proyectos de personajes que van de David Bowie, Daft Punk y Brian Eno a Britney Spears y Guns N' Roses, pasando por Metallica, New Order, Pet Shop Boys y Soundgarden).
Pero más allá de su valor como músico o máquina de hits (no solo lo descubrí en alguna colaboración con David Bowie o que en mi adolescencia me enamoré de su activismo pro animales). Pero no. Como todo villamelón profesional, la música de Moby llegó a mis oídos con la exquisita “Porcelain” de 1999, que me hacía sentirme en una playa paradisiaca junto a Leonardo DiCaprio, para luego afianzarse con el coro premonitorio de "We Are All Made of Stars" donde la frase “growing in numbers” parecía la descripción permanente de su base de fans.
Y aún con hordas de villamelones adorándolo, Moby tiene ese tipo de celebridad en que todos lo ubican, pero concuerdan en que no es tan famoso. Sin embargo, lo es. Pues de qué otra forma se explica que haya vuelto icónico un look tan genérico como: hombre blanco, flaco, pelón y de lentes, que se convertiría en la broma central en un capítulo de How I Met Your Mother en que los protagonistas creen reconocerlo y lo invitan a ir de fiesta para después descubrir que no se trata de él. Yo también quisiera irme de peda con Moby aunque diga que desde hace 4 años no toma.
Detrás de los lentes de Moby hay un hombre que quieren publicar libros de fotografía, cuidar a los animales y que el gobierno deje a los adultos consumir drogas sin meterse en su vida. Tal vez lo queremos porque sus canciones nos hacen vivir –aunque sea por un instante– en ese mundo de Gone in 60 Seconds en el que Nicolas Cage aún hacía películas buenas y Angelina Jolie era bomba sexual rubia y no la madre activista de seis hijos. O puede que Moby nos encante porque es una melodía constante de los años 90 a los 2000, hasta llegar al presente. O quizá, solo quizá, la dictadura de lo políticamente correcto también nos ha vuelto de porcelana. Y ahora que los millennials tomamos omeprazol y sufrimos más de un día de cruda, hemos descubierto que detrás de nuestros lentes, nosotros también queremos ser genios accesibles, con la capacidad de mover masas y el súper poder de ser a la vez invisibles.