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Acatar las medidas sanitarias ha implicado (re)pensar las dinámicas de vida y los espacios cotidianos. Lo domiciliario dejó de ser una simple indicación y propició que lo virtual se convirtiera en el principal condicionamiento para la gestión de afectos y experiencias. Probablemente, la afirmación incomode a Björk, Savages o Jack White: En los últimos cuatro meses, los dispositivos móviles han sido nuestros contextos y soportes de intimidad y vínculo con la música.
“Las primeras semanas fueron muy difíciles. No sabía si los públicos querían leer sobre novedades musicales; era complicado sentirse con energía”, expresa Andi Harriman, quien al ser una de las editoras del sitio web Post-Punk.com reconoce que la crisis causada por el COVID-19 ha implicado una reestructuración para y en la industria del entretenimiento.
Al igual que periodistas de medios como Dazed, Noisey y Crack Magazine , Harriman apunta que el cierre histórico (y temporal) de Abbey Road Studios, la cancelación de giras y el retraso de lanzamientos discográficos son solo la parte más visible de la incertidumbre en el sector musical.
Se ha advertido sobre las pérdidas económicas (100 millones de dólares de acuerdo con la BBC) y la pandemia ha puesto sobre la mesa algunas de las problemáticas que enfrentan editoriales, promotoras, distribuidoras, venues y artistas independientes con la migración (forzada) a los entornos digitales: Precarización laboral de las y los periodistas, plataformas que dependen de los criterios (financieros) de magnates como Google o Amazon, dificultades para montar tiendas online y marcos legales que tratan rubros como los derechos de autor desde enfoques ambiguos.
Ante las cifras poco alentadoras que arrojan las estimaciones de la Federación Internacional Fonográfica (IFPI, por sus siglas en inglés) y del Observatorio de Cibermedios, es fundamental recordar que la música no está descrita únicamente por la dimensión monetaria y cuantitativa. “Es piedra angular de la historia de la cultura y, en estos momentos, también debemos prestar atención a lo positivo” afirma la autora de Some Wear Leather, Some Wear Lace (2014)
Al tomar en cuenta lo que propone Andi Harriman (y sin intención de romantizar los estragos del biocapitalismo), es plausible rescatar las formas en las que hemos (re)leído nuestros hábitos de consumo y producción a través de formatos y herramientas digitales. Es cierto: No son una novedad, pues si bien se cumplirán 26 años del concierto online de The Rolling Stones y Severe Tire Damage, han sido estas últimas semanas las que ponen en evidencia el valor cultural de lo que se denomina “eventos mediados”.
Al partir de una noción particular de las dimensiones del aquí y el ahora, los eventos mediados se caracterizan por la modificación y adaptación de lógicas organizativas y participativas. Desde la perspectiva de Andi, el live streaming como herramienta y género debe privilegiar la producción visual y el lineup. “Los eventos no pueden limitarse a ver a alguien tocar. Si estás enfrente de una computadora se necesitan de más estímulos. No hay pretexto para no contar con un lineup diverso. En definitiva: Esta modalidad requiere de un espectro de interés más amplio”.
Las transmisiones en vivo nos han puesto a pensar sobre cómo la música evoluciona a la par de la tecnología y las prácticas culturales. Las/os artistas ya no solo son artistas; ahora deben desarrollar y adaptar sus habilidades a una lógica multitasking: “Usar distintos sombreros”, diría Jack White. Las audiencias no solo somos receptoras; buscamos y creamos nuevos lenguajes y construimos comunidades en días en los que está prohibido encontrar y abrazar(se). Estamos aprendiendo a (des)configurar el valor de plataformas predeterminadas. El (live) streaming no está limitado a las grandes empresas ¡Abramos el código y alteremos las tendencias!
Y a pesar de lo mucho que podamos disfrutar de las fiestas virtuales del Real Under, las tres ediciones del Gothicat Festival, los conciertos caseros de Automatic, la iniciativa MMC-19 o el DJ set de Sofi Tukker, seguimos preguntándonos qué sucederá con la asistencia a eventos en vivo, clubes y tiendas de discos.
Hace pocos días, nos hizo gracia el meme de The Flaming Lips. Los auditorios repletos de burbujas de hule nos lleva a cuestionar la forma en la que encontraremos la espontaneidad de (y en) la experiencia musical tras el confinamiento. En Nueva York se habla de una política de distancia de al menos tres metros entre cada persona; otros más, expresan su anhelo por los autocinemas y muy pocos abogan por un fortalecimiento del modelo streaming de paga.
Además de la fragmentación de contenidos y la desigualdad de oportunidades entre artistas “A List” e independientes, después de cuatro meses el (live) streaming nos deja un sabor agridulce: Nos divertimos al momento de encontrar el nickname de nuestros amigos en las salas de chat, pero también pensamos en la ausencia del espacio físico compartido y la satisfacción de escuchar nuestra canción favorita fuera del algoritmo.