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El día que perdimos a David Bowie

El día que perdimos a David Bowie

Han pasado dos años, y la memoria se mantiene fresca.

El día comenzó temprano, recuerdo haber salido de casa con el cielo apenas despabilándose junto a mi cuerpo adormilado. 60 minutos de yoga para ejercitar el espíritu y después, volver a casa.

Sentada en la mesa del comedor en el que ahora escribo, –como parte obligada del desayuno habitual de nuestros tiempos– me dispuse a visitar el ciberespacio. De pronto, –instintivamente– una dolida interrogante abandonó mi cuerpo en forma de palabra “¡¿Qué?!”. Debí haber palidecido de golpe porque con urgencia mi compañero preguntó qué estaba sucediendo.

Bowie, Bowie ha muerto hace algunas horas”.

Bowie había muerto y para muchos –en diferentes horas y espacios– la noticia fue una sorpresa llena de tristeza. Bowie había muerto y en el mundo no hubo más que hacer una pausa de pena colectiva.

Cada quien tuvo su forma de vivirlo, sus motivos llorosos; lo cierto era que con él había partido algo importante (Llámele historia, cultura, revolución, transgresión, genialidad irremplazable).

Nunca pude conocer a David Robert Jones, no era parte de mi familia, no me conocía. Pero en el momento en que supe que no existía más, un dolorcito me violentó completa. Y es que me acompañó tantas veces… Cuando creía que no podría nunca levantarme de la cama y repetía como mantra la letra de “Heroes”; cuando no paraba de escuchar “Thursday’s Child” y sentía que flotaba por las calles mojadas de mi ciudad, enamorada, fumando un cigarrillo.

69 años transcurrieron antes de que el pulso se detuviera y a dos años de su partida no hay algo que sobre él no haya sido dicho.

Tras construir su alter ego escénico, Robert Jones dejó de existir para convertirse en el gran David Bowie, personaje de múltiples personalidades que en su mayoría fueron voceras extremistas de los demonios que nos habitan –pero que pocos reconocen abiertamente por temor–, figuras llenas de alienación y aislamiento, de frágil cordura, de crudeza.

La transformación fue incansable: Ziggy y su caricaturesca y ácida representación del rockstar que más tarde se volvió cierta; Aladdin Sane el icono glam que reconocía en la falta de cordura su propia estabilidad inestable; el Duque Blanco y sus excesos de caída libre, todas ellas identidades que fueron dejando sus pieles para ser remplazadas por otras que en su nacimiento, traían consigo no solo irónica provocación, sino una fuerte crítica a la sociedad y con ella, su forma de hacer arte.

En la exposición rabiosa de su propia imperfección, muchos de esos “otros” nos proporcionaron universos ideales para existir y manifestarnos. Desde una estética excéntrica y desafiante, hasta las palabras precisas para describir aquello que se nos quedaba atorado en la garganta:

Soy frágil, destructivo, mentalmente movedizo, bisexual, homosexual, heterosexual, genio, dependiente, hermosamente extravagante, indestructible, camaleónico, mesiánico, humano. Una década tras otra, Bowie construyó para nosotros espacios que podíamos habitar para sentirnos cobijados en nuestra propia extrañeza.

Enlistar todos sus logros y hablar de la marca que dejó en la historia quizá nos detendría en una perorata interminable de cómo marcó tendencias estéticas y musicales, de su apasionamiento por la literatura, de su faceta como pintor y escultor, de sus dotes actorales, de su influencia en la moda, del peso de su abierta sexualidad y todo ha sido dicho tantas veces y de tantas formas.

Su creación musical ha sido meticulosamente analizada y categorizada de acuerdo a su nivel de influencia e innovación musical en la cultura pop; a la mano de un clic, es posible encontrar numerosos artículos que hablan de datos curiosos sobre el color de sus ojos o el origen de su nombre artístico; artículos en donde se discute la influencia que figuras como Kerouac, Basquiat o Shakespeare tuvieron en su obra, de sus múltiples colaboraciones con otros artistas… Textos que hablan del manifiesto que dejó anticipando su propia muerte.

No hay un hilo negro (o quedan muy pocos que seguir) acerca de su vida. Lo cierto es que dos años han pasado desde que su familia anunció que había perdido una larga batalla contra el cáncer, y a la distancia, parece que fue ayer cuando muchos nos quedamos sin uno de nuestros más amados confidentes.

Durante muchos días quisimos leer que la noticia había sido una broma cruel y atesorábamos la posibilidad de que Bowie simplemente hubiera decidido cometer otra muerte simbólica, en tanto siguiera existiendo. Hasta que comenzamos a aceptar lo inevitable y nos resignamos –a regañadientes– a no verlo nunca más.

Pero una de las ventajas del arte es su permanencia, su evolución en la historia, su inmortalidad. De manera que, algunas noches David se aparece y nosotros lo invitamos a pasar al habitáculo de nuestros más preciados momentos para no sentirnos solos.