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Café Tacvba cumple 30 años

Café Tacvba cumple 30 años

Madrugal por Café Tacvba.

“Noche oscura” e insomnio, el mecanismo del walkman gira y da vueltas y rueda y rueda, las batallas que teníamos que lidiar, esa morra de la secu 10 que me traía cacheteando la banqueta, un solo cassette y tantas canciones, Café Tacvba que me despertaba por las mañanas. Avanzadas las horas el soundtrack perfecto en el microbús rumbo al turno vespertino, la chica que me gustaba platicando con un güey del 3º B al lado del asta bandera, no de nuevo, seguramente no escuchó la cinta que le regalé: oye Alex, por qué tuviste, que decirle que la amabas a la Diana. Lindas figuraciones musicales de una banda que sonaba en todos lados, que emergía en el inconsciente colectivo, un cuarteto cuyos mitos y leyendas se fraguaban en un territorio más allá de las torres de Satélite, y que de repente invadía Copilco o Coyoacán. Los Tlatoanis ampliando su señorío, “La Ingrata” como canto de guerra en pleno día del estudiante, armando la bolita, chocando unos contra otros, una ventana rota de la puerta del salón.    

Cual borrego buscando su identidad y siguiendo varios caminos, un buen día terminé en el zócalo esperando a alguien que nunca llegó, las charlas por ICQ me hacían creer que ella era un encanto, la indicada, la afinidad perfecta, pero nunca apareció en los arcos del ayuntamiento. Pero esa misma noche encontré un amor: el accionar vivo de una banda que me había acompañado al compás de su son. El disco Re en repetición como cambiar de estación, del son jarocho al mambo frenético, punk electrónico, el descubrir que el sonido de la tambora era también el ritmo de mi corazón que poco a poco iba descubriendo el mundo de la música. Como sea y de alguna extraña forma, siempre estaba ahí Cafeta y su Avalancha de éxitos, los covers conocidos, las nuevas ideas, el Revés/ Yo Soy, los tributos, las aflicciones permanentes y las alegrías rampantes sobreviviendo en la ciudad de los palacios.

No estuve ahí hace 30 años en aquella legendaria presentación en El Hijo del Cuervo, pero sí en muchos Vive Latino, el Festival Wirikuta, en el Infield del Hipódromo de las Américas, donde una tormenta épica fue el cosmos perfecto para volver a enamorarme del cuarteto. Más tiempo después, la carpa neumática a unos metros de distancia en presentaciones íntimas que desenterraron canciones, fue ahí donde escuché por primera vez “Trópico de Cáncer” y sucedió algo curioso: el escenario contaba con distintas pasarelas, y durante un encore, Meme caminó entre la oscuridad, no vio el borde y cayó al suelo, el staff debajo del escenario corrió a auxiliarlo, el mal paso no pasó a mayores, al día siguiente los bordes de esa misma pasarela estaban cubiertos con cinta gaffer amarillo fosforescente.

He perdido la cuenta de cuántas veces he presenciado shows de esta banda esencial para el chilango que viaja en metro y de repente se pierde entre trasbordos, para el adolescente que transcribe las letras de sus canciones en cartas en una hoja tamaño profesional de cuadro chico, para aquellos que agarran una guitarra de Paracho y sorprenden a sus amigos porque se saben los acordes de “María”, para todos aquellos que alguna vez ante la ansiedad repiten el coro de “El Baile y el salón”, canto esencial, mantra divino, el llamado de la selva de concreto y el ritual de acercamiento y movimiento que nos calma ante las tempestades, porque ahora bien lo sabemos, el amor es bailar.

Escuchar “Eres” y llorar y entenderla de forma diferente, porque también aplica al amor de las madres que se fueron antes de tiempo. Del “Mediodía” de la soledad, aguardando con quien compartir el sábado, el “Que no” de la pérdida irremediable, frases que se quedaron en un tintero y una llamada perdida, y el regreso a “Las flores” que seguirán emanando en tiempos de contingencias ambientales y sentimentales. Este cuarteto eterno vino y me dijo todas esas cosas que, a la larga, debo celebrar con ellos 30 años después. Las historias que me hicieron sentir bien, la búsqueda interminable por los últimos ojos de este país, los más bellos, los más precisos y cercanos que reverdecen y colorean la vida, cual compás del tololoche, canto de cenzontle, o rola de Café Tacvba.