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43 años y un sinnúmero de situaciones habían pasado en la vida de Riley King cuando descendió de su camión –santuario que desde 1951 lo llevó sin tregua a recorrer Estados Unidos batiendo la marca de las 300 presentaciones en un año– para presentarse en el Fillmore Auditorium de San Francisco el 6 de junio de 1968. Comenzó su carrera pronto y a los 23 años ya había logrado una primera grabación.
Esa noche no sería sorpresiva, había visitado el Fillmore antes, pero inusualmente en la entrada del lugar se advertía el rostro de un publico que no estaba acostumbrado a observar en sus conciertos: jóvenes de tez clara con cabello largo y dorado, hippies. El espacio estaba a su máxima capacidad y por un momento, antes de recorrer el conocido pasillo que lo llevaría a su camerino, King pensó: ¿Sería posible que el empresario (Bill Graham) los hubiese mandado al venue equivocado?
La realidad era que toda esa audiencia –para la que nunca había tocado–, estaba ahí en busca de su legendaria figura que sin saberlo se había convertido en el ideal de toda una generación de músicos que crecieron obsesionados con su manera de tocar la guitarra entre ellos Jagger, Clapton, Hendrix y Lennon, los nuevos ídolos del rock and roll que no paraban de nombrarlo.
Más nervioso que lo acostumbrado (porque a pesar de haber pisado tantos escenarios cada noche, la inquietud perfeccionista lo visitaba como parte del ritual de esa vida que había elegido), supo que necesitaría –como pocas veces– un trago de whisky. En ocasiones una acción aparentemente sencilla puede significar un vuelco inesperado, y en este caso bastaron las pocas palabras que Graham enunció para inaugurar velada: “Señoras y Señores, con ustedes el presidente de la mesa directiva, B. B. King”.
Acto seguido una multitud de palmas batientes se puso de pie, y en medio de una avasalladora ovación B. B. –el hombre que una vez fue un infante que pizcaba algodón en las plantaciones del Mississippi– rompió en llanto. Era real, tras más de dos décadas de consagrarse al blues –al fin– todo había comenzado.
El 16 de septiembre de 1925 en una pequeña cabaña de una plantación situada cerca del poblado de Itta Bena, un joven de 18 años llamado Albert y su esposa Nora Ella King recibieron a su primer hijo (se dice que un vecino corrió al pueblo para tratar de conseguir una partera que llegó tarde al nacimiento).
El pequeño Riley B. King –llamado así en honor al hermano de su padre– nació en medio de La Gran Depresión y su legado de hambre y racismo. A los cuatro años de su llegada, Nora encontró el amor en otro hombre y ella y su único hijo abandonaron lo que una vez fue su hogar para construir una historia distinta, en cuya trama Riley pasaba sus días entre la casa materna y la de su abuela Eleanor Farr.
A los siete años ya le eran familiares las largas jornadas en las plantaciones en donde comenzó a escuchar y enamorarse del sonido de los obreros que entretenían al sol y a la pobreza cantando su pena. Algunos días su abuela lo llevaba a casa de la tía Mima, una amante de la música que tras besarlo fastidiosamente –como todos los niños entienden el cariño desmedido de los adultos– lo dejaba escuchar el blues de Blind Lemon Jefferson y Lonnie Johnson, su profunda emoción, el sentimiento mezclado de pena y esperanza. En ese punto King apenas era solo un espectador al que le aguardaba un camino que comenzó –como muchos– en la iglesia.
El ministro Archie Fair fue su primera gran inspiración, adoraba verlo en medio de la celebración religiosa con su guitarra eléctrica esparciendo la palabra divina, cantando gospel iluminando a su congregación. Fue él quien le enseñó sus primeros acordes.
Su madre murió antes de que cumpliera diez años y con su padre ausente, Eleanor se convirtió en el centro de su vida. En 1937, tras recibir un préstamo del capataz de la plantación en la que trabajaba compró su primera guitarra por menos de tres dólares. En poco tiempo se vio tocando la guitarra en las calles en su día libre, actividad que resultó más productiva que la pizca. Tres años más tarde su abuela también se despidió del mundo.
Sin nadie a quien recurrir, King decidió valerse por sí mismo y a su corta edad siguió trabajando en los campos de algodón, habitando la pequeña cabaña que compartía con Eleanor. Las cosas no fueron bien y a regañadientes tuvo que ir a vivir con la familia de su padre, situación que solo duró un par de años.
A finales de 1942 se mudó a Indianola, Mississippi y tan solo un mes después de haber llegado la balanza comenzó a inclinarse a su favor: un nuevo trabajo donde manejaba un tractor, una novia, y un grupo llamado The Famous St. John's Gospel Singers.
En 1944, a los 19 años desposó a su primera esposa Martha Denton, y una noche, tras chocar el tractor de su jefe, partió de Indianola hacía Memphis con dos dólares en su bolsillo atendiendo al llamado de aquello que hervía en su sangre: la llamada música del diablo. En 1946 su primo el famoso cantante de blues Bukka White lo tomó bajo su tutela durante 10 meses, enseñándole aquello que debía saber para iniciar su camino.
Podría decirse que ese fue el momento que formalizó su incansable romance con los escenarios, desarrollando su inigualable estilo para tocar la guitarra, suerte que alternaba con una voz que pasaba del croner al aullido. Su primer éxito fue cosechado en 1952 cuando lanzó un dramático arreglo del tema “Three O’Clock Blues”, mismo que encabezó las listas de popularidad durante quince semanas, y al que le siguió otra liste de éxitos como “Please Love Me”, “You Upset Me Baby”, “Ten Long Years”, y “Sweet Sixteen”.
Una vez echado a andar el mecanismo nunca se detuvo, y el rey se dedicó a recorrer los caminos, tocando en cada rincón fuera posible y desarrollando un estilo que además de ser innovador, se enraizaba profundamente en la historia del blues.
En 1956 tocaba alrededor de 342 conciertos por año. ¡342 conciertos! Evidentemente nunca estaba en casa y esa fue la razón de su primer divorcio. En 1958 con una carrera sólida y reconocida se casó de nuevo. Sue Hall, su segunda compañera tampoco pudo resistir la soledad y una vez más, la idea del amor convencional se volvió insostenible, se divorciaron en 1966.
En medio de la desilusión las cosas comenzaron a agarrar su curso, y el lanzamiento de Live at the Regal (1965) lo acercó a los oídos de la juventud, comenzando a erigir la icónica figura en la que se convertiría.
43 años y las puertas se abrían de golpe. Después de esa noche en San Francisco la vida del "Rey del Blues" no volvió a ser la misma –bueno, al menos en cuanto a lo que a la fama concierne–, tras esa noche su audiencia no tuvo un color definitivo, y todo mundo sin distinción pudo leer su tristeza en la suya.
Cuando la voz del rey calla, Lucille retoma el hilo y a través de sus dedos teje palabras/melodías que sin articular nada de forma concreta, logran decirlo todo. Lucille es su Gibson de cuerpo duro.
La historia de su nombre se remonta a esos años cuando B. B. King recién comenzaba: Una de tantas noches, una pelea entre dos hombres terminó incendiando el lugar donde daba su concierto. Todos salieron sin demora, sin embargo una vez fuera de todo peligro, B. B. se dio cuenta que había abandonado su guitarra a merced de las llamas, y sin dudarlo, entró por ella en una acción kamikaze que por poco le cuesta la vida. Días más tarde supo que la pelea entre los dos hombres había sido provocada por el amor de una mujer, Lucille.
El "Rey del Blues" nunca tocó acordes, tampoco era bueno en el slide, así es que tuvo que esforzarse el doble, y en su terquedad dio con aquello que lo volvió único: Ese sonido aterciopelado que nota a nota construía solos impecables de ojos cerrados, vibrando las cuerdas con fuerza, haciendo que cada sonido contara.
Otra cosa que lo distinguió del resto de sus contemporáneos fue quizá la elección de incorporar metales en sus presentaciones en vivo (dándole al blues un toque de jazz) al contrario del estilo del blues de Chicago, cuyo sonido se hacía acompañar por el slide guitar o la armónica.
Los setenta iniciaron y a partir de ellos, la historia de King sumó cada vez más logros: Reconocimientos a nivel musical, recorridos por el mundo, colaboraciones con distintos músicos, mas de 65 años compartiendo su legado. Ni siquiera la diabetes pudo detenerlo, y a pesar de que tuvo que disminuir su intenso movimiento siguió actuando hasta el 2015.
En sus últimos años –con más de 80– tocaba sentado con Lucille en su regazo shows de dos horas que se prolongaban tras encender las luces con un rey que tenía tiempo para charlar con todo aquel que quisiera aproximarse, y es que siempre estuvo agradecido de aquellos que lo seguían.
Partió mientras dormía un 14 de mayo de 2015 y en el mundo quedó un hueco que pensamos que nunca existiría ya que nos gusta creer que nuestros héroes son inmortales. Si hacemos una pausa y vemos más allá de su grandiosa producción musical, su vida cruzó por algunos grandes altibajos de la historia.
Cuando era muy pequeño presenció cómo colgaban a un joven negro de un árbol bajo una justificación absurda; fue víctima de la segregación, pero también pudo verla desaparecer; dio uno de sus últimos conciertos para el primer presidente de color en la historia de su país; desafió su propio destino de pobreza; siguió aprendiendo implacable hasta el último momento... ¿Cuántas cosas no habrá visto en su andar por el mundo?
“Desde mi niñez, he tenido problemas tratando de abrirme.
Por favor, ábranme. ¡Miren adentro! Porque yo no puedo, no sé como”, B. B. King (1925-2015)