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Cuando mi señor padre era un reacio militante de izquierda, sus regalos ocasionales poco a poco se convirtieron en reliquias de mi vida: El Manifiesto Comunista, El libro rojo de Mao, Los Rituales del Caos de Monsivais, y en especial, un cassette que compilaba diferentes canciones de protesta obra de Víctor Jara, Carlos Puebla, Gabino Palomares, y el infaltable, Óscar Chávez.
Si bien ahora hay una laguna en mi memoria que trata de recordar un cover del tema “Perdón” a modo de track escondido de cierto disco que escuchaba, el nombre del cantautor figuraba como acto y orador en algunas protestas a las que solía asistir, así como la mención a su nombre en el tema “Marcos Hall” de Panteón Rococó en aquellos tiempos cuando los últimos resquicios del zapatismo tenían presencia en la ciudad. Aquel mandato de levantar la V de la victoria y gritar hasta siempre y adelante, como dice Carlos Puebla, y por supuesto, el amigo Óscar Chávez. Aquello era un ejercicio catártico que levantaba cierto ánimo libertario musicalizado por el ska, para mí y todos aquellos que trataban de encontrar un lugar en el mundo, un bando, el entender lo que decían los libros. El espíritu del Consejo Nacional de Huelga de 1968, el no saber que armas tomar con el Consejo General de Huelga de 1999, y en medio de un toquín en 2 de octubre en la Prepa Popular Fresno, confundir la libertad con el libertinaje, la revolución con el desmán, la confusión del estallido social personal, aventar piedras a quien estuviera del otro lado.
Pero entre toda la confusión el arte seguía, y a mis manos llegó una versión pirata de Los Caifanes, la misma película que bautizó a mi banda mexicana favorita, después viajé a Macondo y entendí la mística de aquella confusa y entrañable canción: Las tristezas de Aureliano, la belleza de Remedios, las pasiones de Amaranta, el embrujo de Melquiades, más que una epopeya, una inspiración eterna.
Fue hasta su presentación en el festival Vive Latino que pude apreciar por completo al hombre, el mito ahora leyenda, y su música llena de calma y bondad, el choque generacional entre aquellos que con la piel arrugada y el semblante cansado, esbozaban una sonrisa entre copla y copla de viejas canciones que relataban historias entrañables, y aquellos más jóvenes que al presenciar el acto de Caifanes entenderían que Óscar Chávez es parte esencial de la historia musical mexicana, avalado por sus presentaciones continuas en el Auditorio Nacional, en las cuales recorría el legado de la música latinoamericana, desde Chiapas a La Habana, entre corridos y boleros, testimonios compilados en diversos discos con ilustraciones de Rius en portada.
Pero lo mejor de aquella divina presencia fue escuchar una de las canciones más cortas, pero aún así, más entrañables de las que tengo memoria: fuera del mundo me sentí aquella tarde mientras alguien que ahora está a distancia me esperaba, por supuesto que le dedique esa canción, pero claro que duele no estar con ella, fuera del mundo quisiera estar a veces en estos tiempos difíciles de pandemia, ausencia y recato. Fuera del mundo quedará lo material y lo intangible permanecerá a pesar de las horas negras y la amarga desesperación, hoy para siempre quiero que olvides tus amargas penas, a partir de mañana serás la golondrina al amanecer. Fuera del mundo, pero fijo en nuestra memoria. Hasta siempre Caifan.