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Yo he rodado de acá para allá, fui de todo y sin medida, pero te juro por dios que nunca llorarás por lo que fue mi vida, "Mi Vida".
Me enteré de la muerte de José José mientras miraba tocar la la Orquesta de la Tercera Edad frente al kiosko de un parque en Azcapotzalco rodeado de gente que bailaba danzón, pensé que ese ritual: el de sacar el mejor traje del ropero y bolear el zapato pachucón, de cortar dos flores, una para la solapa y otra para el costado del rostro de su amada, del bailar una tarde de domingo y recordar tiempos mejores al ritmo de la música, poco a poco se va perdiendo.
Pero si aún tenemos música nunca vamos a perder, aunque los ídolos, esos que apreciamos en fotografías en blanco y negro que burdamente se vuelven un meme, esos que musicalizaron historias de amores no virtuales, se vayan a un plano trascendental.
“Pero por que le dicen el príncipe de la canción si nunca escribió alguna”, esa triste y patética necesidad de atención canalizada en un comentario en redes sociales, esa amargura dibujada de sapiencia, esa necedad por radicalizar y opinar a la fuerza, esas palabras que se perderán en un servidor antes que las canciones, mismas que su majestad hizo suyas. Roberto Cantoral, Alvaro Carrillo, Armando Mazanero, Manuel Alejandro, Rafael Perez Botija, Camilo Sesto, largo etcétera, aquellos que dieron fe de sus tragedias personales o sus amores incompletos, no pudieron encontrar mejor intérprete que en la magna voz del barítono incomprendido, ese que entre el alcohol y la cortisona tal vez buscaba el abrazo paternal que nunca recibió.
Bien dicen que gran parte de los buenos artistas son almas atormentadas, que pocos sobreviven a la fama inesperada y a la gloria subsecuente de su arte, y para mi desde la infancia José José se me figuraba el drama eterno, la música de fondo de la ronda de los padres al sazón del Don Pedro o el Bacardí, el complemento musical de esas pláticas que no entendía, de ese olor insoportable entre cigarro y eter so pretexto de la navidad, el año nuevo o cualquier cumpleaños. Cortado el pastel procede la botella, basura de confetti y de colillas, el cassette o vinilo sonando una y otra vez.
En viejos tiempos preparatorianos, cuando a alguien le parecía buena idea llevar una botella de Martell escondida en la mochila, misma que había robado de la cantina familiar para ser consumida en la reunión después de clases, el disco Tributo a José José era esencial, el comienzo, el descorche, pero pasadas las copas y las charlas, de las bromas a las penas, las grabaciones originales que bien sabías ibas a encontrar en los discos de los padres dueños de la casa o departamento, salían a relucir, y a reducirnos. He visto a grandes personas de mi generación desgarrarse la garganta cantando “El triste”, hombres y mujeres por igual con diferentes corazones rotos abrazando con su voz esa “Almohada”, al primo siempre avante en las peleas callejeras hecho un mar de lágrimas y mocos cantando “Adiós Princesa”, la versión original de “Lo dudo” sonando casi como el trip hop de Portishead. Entender que alguna de tus historias amorosas encontró semejanza o remedio con alguna de los tantos temas de largas colecciones de éxitos que ahora bien puedes descargar en una playlist.
Reproducir en YouTube ese ya legendario video donde puedes ver a la mismísima novia de México, Angelica María, derretida internamente ante el supremo canto de “El triste” en el Festival OTI, el aplauso afable de Alberto Vázquez, la lluvia de rosas que parece de película pero que sucedió en realidad, ese imaginario del país de antaño y su magia llevada a las pantallas, a los hogares, a los negocios, que ayer a unas horas de la terrible noticia, ya sonaban a todo volumen a la leyenda, le petit prince, nuestro Sinatra como dicen algunos, el hijo pródigo de Clavería, barrio que lo vio nacer y el cual observa su efige, misma que fue inundada por la multitud y sus flores, el canto y su eterno reconocimiento, las lágrimas y los aplausos, y en una imagen comprendo el poder que tiene José José entre nuestro inconsciente: un chico de no más de 20 años con una playera negra con la ilustración de baphomet reposando en un pentagrama y jeans rotos, micrófono en mano cantando esa canción que sabe de memoria, que se quedó en su mente desde que la escuchaban sus padres, que seguirá retumbando en su psique a pesar de ser considerado un fan del rock por su vestimenta. Porque dicen que hasta el más rockero baila cumbia y se sabe canciones de Juan Gabriel, Vicente Fernández, y por supuesto y creo que más que los anteriores, de José José.
Pido un aplauso para el amor y sus causas y efectos, el paraíso que dibuja y la tragedia que precede, brindo por los bohemios y los dolidos, los que cantan y lloran e insisten en ahogar sus penas en alcohol, bien lo dice Homero Simpson, la causa y la solución a todos los problemas. Pido un gran aplauso sobre todo a la música que nos seguirá acompañando, esa nave del olvido que no queremos abordar, levanto mi copa por esos payasos que no son lo que quieren, sino lo que pueden ser, por aquellos que resistirán del altar a la tumba, por el amor de discoteque, por el amar y el querer. Bebo por el día más triste del mundo, por lo pasado pasado, lo que un día fue y ya no será, por lo que es mi vida y fue la tuya, gavilán o paloma, tormenta y tornado, volcán que nunca se apagará.
Que la ovación más larga y sonora sea por el príncipe, ese colorido caballero enfundado en smoking que en su voz encontró su salvación, y que en las gargantas de una generación entera puso su fe para permanecer en la eternidad. Gracias a tus canciones he podido ayudarme a vivir, es por eso que no es triste decirte adiós.