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En 1945, el afamado autor George Orwell publicó Rebelión en la Granja, en donde se describe a una sociedad de animales regidas por el control brutal de su granjero humano, solo para acabar siendo oprimidos por los de su propia clase, entre ellos un tiránico cerdo de nombre Napoleón. La obra literaria sirvió como una alegoría punzante al totalitarismo de los gobiernos soviéticos de la época, específicamente bajo Joseph Stalin.
Años después, a mediados de la década de 1970, las condiciones socioeconómicas se encontraban deplorables durante el mandato del entonces Primer Ministro Edward Heath, el primer ciudadano de la clase trabajadora en ascender al cargo. Siendo un caso de la vida imitando al arte, un representante de la ciudadanía común prometía abolir los términos impuestos por las altas esferas, para terminar en un sinfín de huelgas, levantamientos y descontentos.
La escena cultural también se encontraba en una transición entre lo desapegado y lo innovador. El Reino Unido se despertaba de la enorme cruda que representaron los swinging sixties y buscaba enfocar sus esfuerzos en algo menos decadente. Star Wars y el punk empezarían a marcar tendencia en unos años. En estos momentos de incertidumbre, las masas podían encontrar un puente entre lo psicodélico y lo arriesgado en el rock progresivo, obteniendo un doble significado en el apelativo que describía al subgénero. Fundamentalmente, sus mayores representantes eran Pink Floyd.
El ya por ese entonces mítico cuarteto londinense estaba pasando por su propia etapa de metamorfosis. Sus últimos discos, la antología de avaricia y locura que es The Dark Side of the Moon y el dedo de en medio dirigido a la fama y la fortuna llamado Wish You Were Here, representaban una cronología acertada del estilo de vida británica que los llevó a ser los embajadores del “disco conceptual” y las voces y sonidos de toda una generación. El siguiente paso lógico era ir contra el gobierno e, inspirados por la obra de Orwell, empezaron a crear Animals, un implacable puño levantado para desafiar el autoritarismo. Y es aquí donde inicia la ironía.
Para este momento, la visión y mano dura de Roger Waters tenían el dominio casi completo de la banda. Él y David Gilmour discutían todo el tiempo acerca de las letras, las partes vocales y la presencia de la guitarra. Richard Wright apenas podía contribuir a escribir partes para teclado. Nick Mason participaba como baterista abnegado. La gran idea de Waters de traer a las altas esferas a sus pies cegaba un poco el hecho de que se estaba convirtiendo en el dictador de su propio mundo, y las composiciones lo reflejan.
Las piezas que inician y terminan el disco, “Pigs on the Wing, Part 1” y “Part 2”, líricamente son una carta de amor a la entonces esposa de Waters, la única mujer que, según Mason, podía ganarle en discusiones a su terquedad. Aunque representan el “corazón” del disco, también significan falsas esperanzas de alegría y calma para la severa y turbulenta sección central.
El disco procede a destazar a tres animales distintos. Los barbáricos y traicioneros perros tienen su cartilla leída en “Dogs”, con acordes desafiantes y un ritmo galopante y ansioso para advertir de estos seres con colmillos afilados que muerden la mano que les da de comer a la menor provocación. En medio de la canción, Waters los avienta a ahogarse por una piedra que resuena en ecos de perdición hacia un vórtice oscurísimo, teniendo únicamente los teclados sombríos de Wright y ladridos esporádicos como acompañamientos. La banda da el golpe final a su crítica reanudando la insistencia de la canción y terminando con un periodicazo en el hocico.
Le toca el turno a los políticos en el juicio dramático de “Pigs (Three Different Ones)”. Su estructura y melodía es similar a la glamorosa “Have a Cigar” de Wish You Were Here, pero en vez de acusar a la prensa ignorante y los excesos, Waters apunta su dedo a tres tipos de cerdos, cuyas referencias reales se han mantenido como interpretaciones ambiguas. El último cerdo de la canción es explícitamente dirigido a Mary Whitehouse, una figura hipócrita y supuestamente defensora de la moral en la Gran Bretaña de esos tiempos.
La inmundicia porcina se empieza a retirar por el ruido incesante de ovejas que balan en “Sheep”. Los peones empiezan a rebelarse y tomar el control. Empiezan a sonar los fantasmas de los animales previamente mencionados, para después ser callados por los versos alentadores de Waters y las guitarras y baterías triunfales. Las luces de las fábricas, los monumentos y los rascacielos ingleses iluminan hasta cegar. Los obreros han triunfado.
Pero, ¿a qué costo ha llegado el triunfo? La oveja que termina reinando es indudablemente Waters, pero el resto de su rebaño queda exponencialmente relegado. Gilmour aún protesta a base de solos épicos y experimentación con efectos que emulan a las criaturas mencionadas en cada canción; la batería de Mason marcha y patalea, pero de forma mesurada, y Wright apenas puede meter una que otra textura solemne con sus sintetizadores y su Fender Rhodes. Sería el primer disco en donde no tendría un crédito como autor, y los esfuerzos del resto se limitarían exponencialmente en sus giras, para culminar en ese muro monumental resguardando el ego de Waters llamado The Wall, publicado dos años después.
Animals es en esencia dos luchas de clases: la temática, que alude a la distopía orwelliana convertida en realidad, y la interna, entre el líder de Pink Floyd y el resto de sus integrantes. A 45 años de su publicación, se sigue apreciando como una batalla sónica en donde la crítica, la poesía y la música nuevamente confabularon para crear otra obra cumbre en el catálogo de Pink Floyd, pero en donde la guerra - la verdadera guerra entre Roger Waters, su banda y el mundo - apenas comenzaba.