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A 40 años del 'Unknown Pleasures' de Joy Division

A 40 años del 'Unknown Pleasures' de Joy Division

Unknown Pleasures: El efímero placer del desorden, y el olvido subsecuente del daño.

I've been waiting for a guide to come and take me by the hand. Could these sensations make me feel the pleasures of a normal man?. These sensations barely interest me for another day.  I've got the spirit, lose the feeling, take the shock away, "Disorder".

Factory Records jamás imaginó que el décimo artículo enumerado específicamente para denotar la inversión de sus activos los llevaría a la trascendencia absoluta. Aquel FACT10 que a la larga se convertiría en objeto preciado y de culto, tangible e infame, absolutamente crudo y directo, evocaría las punzaciones de un corazón tal como de un pulsar, radiaciones con intervalos irregulares que se quedarían en nuestra memoria por siempre.

Más que una playera o un tatuaje terriblemente trazado, Unknown Pleasures es un estigma, la praxis de la oscuridad absoluta, “Disorder” y su cabizbajo frenesí para movernos como si nuestros huesos fueran plasma en vez de sólido, la guía sonora que estábamos esperando para encaminarnos a un viaje frenético y dantesco: It's getting faster, moving faster now, it's getting out of hand”, mantenemos el espíritu pero perdemos el sentimiento.

“Day of the Lords”, el ángel de la muerte blandiendo las alas en una montaña de escombros después del Apocalipsis interno, máquinas humanas desenfrenadas y hambrientas de buenas noticias que solo se quedaron esperando una luz al final del túnel, el placer desconocido que nos causa la miseria. ¿Cuándo terminará?, ¿cuándo dejaremos de ser esos desvalijados entes que se regodean en su desgracia una noche cualquiera?, en esa soledad en vez de torturarnos darnos algún dejo de esperanza propia, resiliencia en teoría, insomnio en realidad, y los acordes de amargura dejando huella como rascarse la muñeca en un ánimo de ansiedad. Oh bella depresión, el romanticismo de la decepción propia, y el ridículo que sentimos cuando nos sabemos aliviados.

Forzados por la presión nos convertimos en candidatos a una mejor forma de vida, un ritmo en el bajo logra hacernos despertar y ver que no todo es tan sombrío. Solo bastan tres canciones de Unknown Pleasures para entender su alta gracia, la misión de Joy Division fue completada satisfactoriamente, y ante su doloroso final en la historia de la producción musical, la huella sigue indeleble. Lo supiste la primera vez que escuchaste a Paul Banks y sus bellas metáforas de barcos zarpando de un muelle a través de la noche, lo entendiste cuando Savages te hizo adorar la vida, She Wants Revenge haciendo comprender que las influencias musicales no son cosa del azar sino de la conexión que existe entre tú y alguien que no te conoció pero que de cierta forma te comprendería. Hasta U2 y su ánimo dark contestatario con “Bullet the Blue Sky”, tributos a otros temas de la breve obra discográfica de la banda por parte de Radiohead y The Smashing Pumpkins. The Cure hizo que abrazaras esa oscuridad de forma diferente, la misma agua turbia donde nos ahogamos y de la cual debemos emerger gracias a los tonos difusos de las cuerdas que nos sirven para enredarnos en el ancla que nos mantiene en el fondo, o de soga de apoyo para emerger a la superficie gracias a nuestra propia fuerza.

Ella pierde el control, y tú, y todos, y bailamos como entes muertos por dentro, emulamos en nuestra propia vida lo que quisiéramos ser antes que solo escuchas, analistas, espectadores. El bajo de Peter Hook que te hace querer afinar y bajar la vista, los golpes a la guitarra en echo en la furia permanente de Bernard Sumner, el paso dictatorial marcado por los perfectos tiempos de Stephen Morris, en el centro de la ciudad en plena noche esperando a alguien que nunca llegará como Ian Curtis, la danza de su coraje reprimido, el alma atormentada que como muchas se rindió y se fue prematuramente dejando un eterno por qué y un doloroso hubiera.

Y es cuando nuestro parco análisis desmenuza cada tendencia, cada influencia, cada inspiración de lo que vendría después gracias a estas pulsaciones eternas. “I Remember Nothing”, sus ecos inertes para generar la empatía necesaria por aquellos que se rindieron demasiado pronto, el vaso de trago enervante que se rompe al final como muestra de los ciclos que tenemos que sobrellevar toda la vida, nuestros propios pulsares que irradian y se desvanecen, nuestras formas propias de supervivencia, nuestros lapsus enfermos internos en posición fetal en el suelo mientras el vinilo pasa de su áspero inicio al primer acorde y la sublime travesía hasta el final, con el claro intermedio de girar al lado b, de ver otras formas, de analizar los cambios, y seguir, seguir adelante a pesar de las penurias.