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Adentro, afuera, adentro, afuera, adentro, afuera.
Fuerte, despacio, fuerte, despacio.
Resiste, girando, resiste, girando, resiste, girando.
Hay un centro de gravedad cuya fuerza es capaz de tener miles de cuerpos a su alrededor, girando eternamente, dando vueltas como si fueran jitomates en una licuadora sin que alcancen las aspas afiladas, moviéndose lentamente por una atracción que los mantiene a una distancia constante. No tan lejos, no tan cerca, como si los poseyera por siempre a través de una correa invisible y no pudieran soltarse. Cuando escuché hablar de ese centro de gravedad imaginé una esfera blanca que con su luz arrastraba los objetos sin que estos pudieran oponer resistencia, casi por inercia, pero cuando experimenté esa fuerza me di cuenta de tres cosas.
La primera es que la materia asiste por placer, se acerca porque quiere ser jalada hacia ese centro de energía; la segunda, en realidad es un círculo de color negro, de un negro hipnotizante como la luz de una luciérnaga, despierta la misma curiosidad que un objeto luminoso; y la tercera, si los objetos se acercan lo suficiente son succionados y quedan suspendidos en un limbo del que no se sabe mucho, lo único que han descubierto algunos científicos es que es un espacio espesamente oscuro en el que los cuerpos flotan sin control alguno.
Sobre el centro de gravedad la ciencia ha explicado que se llama Joy Division, que duró activo únicamente cuatro años, de 1976 a 1980, que hace 40 años dejó de existir tras una implosión debido a su propia energía creando un agujero negro que misteriosamente mantiene el mismo magnetismo que tenía cuando estaba activo como una esfera traslúcida. El legado de esta banda ha sido explicado y descrito con cientos de adjetivos, de calificativos, de bandas que han heredado algo de esa fuerza, de su furia, de su sentir pesimista y alienado. El 18 de julio de 1980, 40 años atrás, la banda publicó, ya sin Ian Curtis que se había suicidado dos meses antes, el segundo y último álbum antes de desintegrarse para formar New Order.
El disco, Closer, es un compendio de fuerzas en constante tensión. Según un estudio esto se debe a la motricidad de los instrumentos elementales del rock; el bajo, un potente bajo, un bajo que a veces suena tan furioso como una guitarra como en “A Means to an End”; la batería, de un sonido ahogado, es dinámica, constante, persistente, puede ser la base o un motor veloz que provoca electroshocks en “Twenty Four Hours”; y la guitarra, puntiaguda, afilada, cortante, que parece estar distante de los demás elementos, por ejemplo, en “Colony”. Una constante lucha entre sí, tensión y contención, provocando un ambiente espeso, sombrío, bailable, convulsivo, agitado. La fuerza de gravedad también proviene de la voz, un caleidoscopio entre lo agudo y lo grave, un bajo-barítono.
Cuando escuché a Joy Division experimenté esa fuerza, esa misteriosa potencia que trasciende a sus sencillos ya clásicos como “Love Will Tear Us Apart” o “Transmission”. En Closer convergen esas fuerzas gravitacionales que me arrastran hacia el centro de la ciudad en una noche, que lo mismo me provoca una extraña ansiedad por sacudir el cuerpo que por dejarme caer hacia el infinito bajo un sonido fatídico como en “Decades”. Estamos esperando que algo suceda en la música, hambrientos de un sonido nuevo, y ocasionalmente llegan esos grupos que poseen un vigor descomunal, una lozanía y frescura, pero a veces ignoramos que ese evento ya llegó. Y fue tan fuerte que no contuvo su propio brío y explotó, se sobrecalentó. Oscuridad y luz. Eso es Closer. 40 años después nueve canciones siguen tirando las cuerdas.
“Aquí están los jóvenes, con el peso sobre sus hombros.
Aquí están los jóvenes, ¿dónde habían estado?
Tocamos las puertas de la cámara más oscura del infierno;
empujados al límite, nos arrastramos hacia adentro”.
Amén.