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No recuerdo demasiadas cosas sobre mi entorno hace 10 años, pero sí este día en específico marcado por un recuerdo del que pocos podemos tomarnos de guía cual horrocrux para arrastrarnos en el tiempo: el 31 de octubre en el Palacio de los Deportes, una noche de Halloween musicalizada por Daft Punk.
Las preventas de cierto banco ya eran cosa establecida, y en mi caso varios amigos tuvimos que recurrir a la tarjeta de crédito de la mamá de una amiga para conseguir todos los boletos posibles bajo la promesa del futuro pago en efectivo. Tuve que vender un pedal de guitarra para cubrir el costo de la felicidad y el casi inconseguible pase a uno de los mejores tours que se podían ver en aquel tiempo. Recuerdo que la noche comenzó con Sussie 4 y que nunca había estado tan cerca de un escenario sin temor de ser asfixiado al borde del desmayo, curiosamente cada uno de los que llegamos a la pista guardamos nuestro espacio y distancia y así nos mantuvimos durante toda la noche: juntos sin invadirnos, con el espacio suficiente para bailar y lo más importante, sin teléfonos que interrumpieran nuestra visión para tomar videos o fotos que terminarían en el olvido en alguna red social.
Y de pronto la gran efíge piramidal comenzó su epiléptico trance al compás de “Robot Rock”, y esas figuras que burdamente quisimos emular con cascos hechos de cartón o leds que dejaban de funcionar comenzaban a manipular botones y perillas a modo de nave espacial. Nosotros en un claro ejercicio de trance nos dejamos llevar por cada beat y la intrincada resolución lumínica de la estructura a modo de altar que emulábamos con nuestras manos. El triángulo luminiscente iluminati, la pirámide neón de la abundancia, como quieras que se llame, “Television Rules The Nation”, sin descanso entre cada tema, sin distracción ni vendedores de cervezas apuntando tu cara con sus lámparas.
Dos sujetos disfrazados de calaveras emulando los pasos del video de “Around the World”, una momia tratando de desenredar la cámara digital que metió de contrabando entre sus vendas, Thomas Bangalter y Guy-Manuel de Homem-Christo rompiendo todos nuestros preceptos sobre música electrónica hasta ese día: “Harder, Better, Faster, Stronger”.
“One More Time” y su llamado a la euforia al doblar las campanas, “The Brainwasher” y el frenesí por lo que estábamos presenciando, sacudir la cabeza por un rato para olvidar lo que nos esperaba después, esperar otro gran concierto, otra preventa y la subsecuente obtención de una tarjeta de débito, intentar no titubear en la próxima entrevista de trabajo y pensar con claridad la respuesta a esa incómoda pregunta: “¿cómo te ves en 10 años?. No faltar a la escuela con el pretexto de una resaca, sobrevivir al día de muertos, darle la espalda a la aparente madurez y a lo alcanzable para nuestro confort inmediato mientras seguíamos bailando, bebiendo, queriendo que aquella noche jamás terminara.
“Human After All”, todo debe cerrar un ciclo y comenzar otro, 10 años para cambiar de acompañantes en los conciertos subsecuentes, para medir lo que has hecho y lo que has dejado de hacer, para comprender que ya no eres la misma persona, que puedes olvidar nombres, situaciones o fechas, pero no momentos en el que un par de sujetos dentro de una pirámide luminosa te dieron a entender que la música es el condensador de flujos perfecto para hacer que regreses en el tiempo.