King Crimson en México: Larga vida al Rey Carmesí.
“Larks’ Tongues in Aspic” de King Crimson, las gotas de lluvia que discretamente caían en la acera se convirtieron en notas musicales, golpeteos en nuestro cráneo, pulsiones en nuestra psique, el preludio perfecto al ejercicio de apreciación coartado por la necedad y el capricho ajeno: una reportera y el drama por no poder sacar su teléfono para escribir. “Es mi trabajo” (en la escuela del “periodismo del rock” o del blog), hay que sacar apuntes, como en aquellos días cuando la tarea de ir a un museo se convertía en eso, en solo escribir en un cuaderno antes que apreciar un bello cuadro), alegando a la gente de seguridad en una forma medianamente déspota. La petición de la banda de no realizar fotografías es un hermoso ritual, fija tus ojos en el trabajo quirúrgico, abre tus oídos a la galaxia de sonidos, tu WhatsApp puede esperar, observar resultará mejor para tu genérica reseña que ver Wikipedia, ¿esos son los apuntes?.
Nada importaba alrededor, ni la gente que llegó tarde o los acomodadores lidiando con aquellos que rompían las reglas e intentaban tomar una foto, el rey había comenzado a cortar cabezas, el solo de flauta emanaba las notas del himno nacional mexicano y remataba con los tonos de “Tequila” de The Champs, el público remató en coro el final de ese agradable episodio.
“Suitable Grounds for the Blues”, el lugar perfecto, la celebración ideal, aquellos progres con una mano en el vaso de cerveza y la otra en la guitarra imaginaria, eso si, bien sentados, permeados por cada nota, absortos por cada instante que en sus empolvadas y olvidadas baterías jamás podrán emular con tal alteza.
“Red”, medio siglo de reinado no es en vano, el pasado brillante, el presente furtivo, el futuro esperanzador, una nueva generación entiende que estas bandas se están extinguiendo poco a poco, y por eso acata la orden de su majestad de apreciar con atención, inspirarse, llenarse la mente de tanto que es difícil procesarlo: Robert Fripp, cual gran mariscal a caballo observando e inspirando a su ejército, rasga la guitarra y dicta el camino a seguir para la conquista de nuestra alma, el recio andar del galope que emulan las tres baterías que entre sí fraguan su propia pelea, el cañón del bajo imbatible, alabanzas por grandes conquistas que tal vez al final se disipan en el olvido.
Pero siempre habrá una buena inscripción, algunas palabras que indiquen nuestro paso por el mundo, nuestra historia trazada en el muro de los profetas que un día caerá, y así, los instrumentos de la muerte hacen que el ánimo se convierta en un suspiro: manos en el rostro, la mirada cristalina lacrimal, el canto sangrante, la divina gracia, “Epitaph”, nuestros laureles perdidos, el grito que ahoga el silencio, los mares del tiempo que nos llevan a la deriva, el destino de la humanidad en manos de idiotas que incendian la amazonia, que presumen un nulo crecimiento, que se vanaglorian por ser asesinos intelectuales, que voltean para otro lado cuando persiste la injusticia. Epitafios con aerosol en monumentos históricos que resultan para otros tontos más dolorosos que la misma pérdida de un ser querido que de nada tenía culpa. Nos rompemos, lentamente, como las olas ante el malecón, y sentimos y tememos que eventualmente seguiremos llorando, sobreviviendo, soportando malas noticias, pero por algunos minutos, el Rey Carmesí nos tendió su manto para resguardarnos de toda miseria.
“Frame by Frame”, ¿ese riff no te recuerda a “Forty Six & 2”?, la influencia de King Crimson es innegable, “One More Red Nightmare”, más que el accionar de una perfecta maquinaria, presenciamos un ejercicio de alquimia, “Indiscipline”, el atasque, el delirio, lo difuso y lastimero, la explosión sonora y la debacle que encuentra cierto orden, un interludio y de nuevo la masacre. Esto no se trata de competir, sino de figurar en equipo, y por algo las tres baterías dominan el panorama, visual y sonoro, es difícil coronar a un solo músico cuando todos en su conjunto son una alteza serenísima.
“Moonchild”, el tenue ritmo que baila entre las sombras, la emoción por lo predecible, el momento perfecto para aquel fan que girando su vinilo edición japonesa ha observado cómo sus hijos crecen, su piel se arruga, pero el sentimiento siempre será el mismo, como aquella primera vez que las notas le dijeron algo que hasta la fecha sigue sin comprender, solo lo aprecia, con los ojos cerrados, aferrado a su butaca del Teatro Metropólitan ante la mirada de las musas de mármol teñidas en azul. “Islands” cual viaje orquestal a nuestro interior, la flauta y la lira de un fauno que trata de entretener al rey que reposa triste en su trono, pensando en las penurias, la nostalgia que aqueja, o el futuro que se percibe difuso. Una bella apología a la noche de viernes y descubrimiento, apreciación y calma que se rompe con “Easy Money”, los últimos tragos, la emoción que esperamos no termine.
Pero las notas de “Starless” cual anunciación de la llegada de un final nos absorbe, Robert Fripp corta nuestra mente con ese filoso bend a su guitarra, los arreglos orquestales nos difuminan, la voz nos guía a un lugar mejor, y la calma se convierte en delirio, in crescendo sentimos el tremor de los tonos que poco a poco se conjuntan cual ataque de electroshocks, dirigimos una orquesta imaginariamente, porque el Rey no necesita guía, y vuelve a manifestar su divina gracia con la perfecta ejecución.
Fuimos parte por buen tiempo de la corte del Rey Carmesí, aliados y espectadores, súbditos lacayos, pero parte al fin de una noche impresionante celebrando su obra majestuosa. Ver a King Crimson en directo por segunda vez me hace pensar en ese dicho, tal vez pomposo, de que “el progre no es para todos”, pero lo compruebo, ya que la reportera nunca apreció de nuevo después del interludio, tal vez decidió terminar su tarea en casa, frente al monitor de su computadora, de donde ahora tenemos que escapar para tener una mejor visión de la vida, del arte, y de las cosas que quedarán con nosotros más tiempo que cualquier publicación que podría perderse en un servidor. Larga vida al Rey que nos hizo darnos cuenta que hay vida, belleza y delirio más allá de una pantalla.