Favoritos
Haz click en la banderilla para guardar artículos en tus favoritos, ingresa con tu cuenta de Facebook o Twitter y accede a esta funcionalidad.
“Cuando una banda o una persona se convierte en un ídolo, tiene que ver con el éxito que ha conseguido, no con la calidad del trabajo que produce. No te conviertes en un fanático porque el trabajo de alguien es bueno, te conviertes en un fanático para ser tocado vicariamente por su glamour y su fama. Las estrellas –sean estas de cine o rock & roll- representan, de forma mítica; la vida que a todos nos gustaría vivir. Parecen el centro mismo de la vida. Y por eso el público sigue gastando grandes sumas de dinero en conciertos donde están muy lejos del escenario, donde a menudo están muy incómodos y donde el sonido suele ser muy malo”.
Estas fuertes, lapidarias y aún muy vigentes declaraciones, reflejaban el sentir de Roger Waters acerca de los fans y el showbiz rockero, y fueron emitidas por él durante la década de los setenta, cuando aún formaba parte de Pink Floyd y se encontraba con ellos enfrascado en giras y shows extenuantes. El hartazgo del músico (aunado a algunas malas experiencias en conciertos y con los fans) lo llevó, en un momento dado, a imaginar que creaba un muro entre la audiencia y el escenario. Y esta sería la idea seminal la cual daría origen a uno de los álbumes mas emblemáticos y reconocidos de la agrupación, así como a una de las obras musicales y conceptuales que se volvió piedra angular en la historia del rock y la cultura pop: The Wall.
Grabado entre los meses de abril y noviembre de 1979 en diferentes estudios en el Reino Unido, Francia y los Estados Unidos, con Bob Ezrin, David Gilmour y Roger Waters a cargo de la producción; el undécimo álbum de estudio de Pink Floyd (que saldría en edición de disco doble) está desarrollado a partir de las experiencias antes mencionadas de Waters, a las cuales se suman otras provenientes de su vida personal (algunas muy traumáticas), concibiendo una narración de tintes existencialistas y atmósferas depresivas y delirantes en donde, a través de lo que le ocurre al personaje central bautizado sencillamente como Pink; se habla de la ausencia paterna, la sobreprotección materna, la educación rígida y castrante, las decepciones amorosas, la depresión y la locura, el consumismo, los horrores de la guerra, el fascismo, el decadente y vacuo estilo de vida de los rockstars, y, sobre todo, la alienación en sus diversas formas.
Tras el lanzamiento (y posterior éxito) del álbum, Roger Waters comenzó a maquinar la idea de desarrollar también una película en torno a su concepto. En principio el propio Waters quería protagonizarla, y se planeaba que estuviese compuesta en su mayoría, por grabaciones en vivo de la banda durante la gira promocional de dicha producción. Pero EMI, su compañía discográfica, desechó esta idea.
No sería sino hasta la llegada al proyecto del cineasta Alan Parker (Expreso de medianoche, Fama, Birdy, Corazón Satánico, etc.) cuando comenzaría a tomar forma definitiva. Tras contarle a Waters la idea que tenía en mente, este último decidió ponerlo a cargo como productor, y dejar la dirección en manos de Gerald Scarfe (creativo responsable de las secuencias animadas incluidas en la cinta) y Michael Seresin (director de fotografía y colaborador habitual de Parker). Finalmente, se decidiría que sería Bob Geldof (cantante y líder de The Boomtown Rats) quien daría vida a Pink, y Alan terminó por sentarse en la silla de director.
La filmación atravesó por muchos problemas, sobre todo derivados de las tensiones que surgieron entre Parker, Waters y Scarfe por sus visiones creativas opuestas las cuales, en muchas ocasiones chocaban entre sí. Pero el barco consiguió llegar a buen puerto, y finalmente fue lanzado el 23 de mayo de 1982, integrándose a la programación en competencia del Festival de Cannes de ese año. Tras un estreno limitado (donde dio buenos resultados), se decidió que el filme fuera estrenado comercialmente, colocándose rápidamente en el puesto número tres de la taquilla estadounidense, tan solo dos lugares atrás del blockbuster más exitoso de ese año: E.T. El extraterrestre. Con el tiempo, The Wall también se transformaría en una obra de culto.
Al igual que en el álbum, la adaptación cinematográfica se centra en el personaje de Pink, una estrella de rock agobiada por el peso de su fama. Su historia es contada en tres actos intercalados entre sí pero perfectamente discernibles, y unificados narrativamente por una serie de flashbacks alternados con otras imágenes alucinantes, oníricas y en ocasiones aterradoras (muchas de ellas animaciones creadas por Gerald Scarfe), las cuales van hilvanando el relato, cuyo ritmo es marcado por diversos temas del disco, acomodados en un orden diferente al de la obra original, para darle mayor coherencia, eliminando algunos temas y llegando a añadir otros para complementar y enriquecer la trama. Incluso, el propio Geldof ofrece su personal interpretación de un par de ellos.
El primero de esos actos transcurre en la niñez de Pink (encarnado por los menores David Bingham y Kevin McKeon), marcada por la muerte de su padre (James Laurenson) durante la Segunda Guerra Mundial, y por su madre (Christine Hargreaves) quien lo sobreprotegió desde que era un bebé. Conforme su infancia avanza, y a través de una serie de viñetas, el espectador ve desfilar en pantalla a una serie de personajes, los cuales dejarán una marca negativa en la infancia y recuerdos del protagonista, tales como un doctor (Ellis Dale) quien lo atiende tras enfermar al adoptar una rata como mascota, o un sádico profesor (Alex McAvoy) que disfrutaba con humillar públicamente y castigar físicamente a sus alumnos. Todas y cada una de estas amargas experiencias se van convirtiendo en una especie de “ladrillos” con los cuales el protagonista va edificando una pared que lo “proteja” de la dura y despiadada realidad.
En el acto intermedio Pink, ya convertido en todo un rockstar (e interpretado por Geldof) vive una vida llena de lujos, dinero, y fastuosas fiestas orquestadas por su manager (Bob Hoskins), con abundante comida y bebida, y en donde nunca faltan las groupies, ansiosas de encamarse con él. Pero el músico y glamorosa estrella está lejos de ser feliz. Por el contrario, está atravesando por una crisis: al haberse aislado del resto del mundo por la pared que el mismo edificó en torno suyo, vive atrapado en su propia realidad, y es incapaz de comunicarse y transmitirle sus sentimientos a quienes le rodean, incluso a su esposa (Eleanor David), quien termina por dejarlo e irse con su amante (James Hazeldine).
En la soledad de un enorme apartamento, frente a un televisor que emite una luz mortecina y vomita imágenes sin parar, atormentado por los fantasmas del pasado, por el abandono de su cónyuge, por la pesada carga de ser una celebridad, y por su soledad y tristeza, termina teniendo un brote psicótico, tras del cual, sufre una metamorfosis y se trasforma en una suerte de líder neonazi que arenga a sus seguidores a la violencia racial, causando con ello una noche de locura, muerte y destrucción.
En el acto final, el espectador presencia un extravagante y pesadillesco “juicio sumario” al cual Pink es sometido por la misma sociedad la cual es la raíz principal de sus malestares, en donde se le juzga por sus acciones y se busca determinar si está cuerdo o no, y en el cual se interroga a aquellos involucrados directa e indirectamente en el proceso que lo condujo a aislarse de todo. Finalmente, se emite el veredicto, y se decide echar abajo la pared, dejando al protagonista expuesto a los ojos de todos. Y a pesar del apoteósico a la vez que desgarrador final, se deja una ventana de esperanza abierta en un epílogo donde vemos como unos niños juegan y recogen escombros entre las ruinas resultado del caos desatado por Pink, quizá aludiendo a que en ellos reside la esperanza de cambiar las cosas.
En Pink Floyd – The Wall convergen los leguajes y estilos del cine surrealista, la animación, la ópera rock y el videoclip, generando un filme sui generis, de escaso diálogo, pero cuya narración descansa en sus poderosas e impactantes imágenes (algunas de las cuales se integraron ya a la memoria colectiva), y en las canciones compuestas por la banda, que ayudan a conformar una sólida y fluida historia, vinculada de forma estrecha e inseparable a la obra musical homónima.
El resultado es un largometraje devastador, melancólico, ácido, depresivo, incendiario, cuyas temáticas (a 40 años de haberse filmado) siguen siendo muy actuales, sobre todo en una sociedad donde, a pesar de la tecnología, el internet y las redes sociales, siguen existiendo Pinkies quienes se hallan completamente solos entre la muchedumbre. Ocultos detrás de sus propias y personales paredes.