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Foto: Taeko Nomiya
Hace ya varios años, en el extinto malnacido.com, leí una frase que iba más o menos así: “los géneros musicales sirven para dos cosas, para catalogar los discos en las tiendas y a los adolescentes en la secundaria”. Era, cabe mencionar, la época en la que los rockeros estaban ofendidos por los emos, así como antes lo estuvieron por los darketos, los poperos, la música disco y, muchas veces también, por nuevas tendencias en el rock.
Traigo a colación esa frase porque desde el año pasado he usado la expresión “rockerabilidades frágiles” para aludir a cómo ciertas formas de machismo y clasismo son disimuladas bajo un supuesto gusto y conocimiento musical. La rockerabilidad frágil representa todo lo que hay detrás de lo que se ha parodiado con memes como el de “tú qué vas a saber de X género, chamaco pendejo”. Es, a grandes rasgos, un “mírenme, mírenme” que insiste en menospreciar para legitimarse, pero que lanza manotazos cuando se ve cuestionado o vulnerado.
La rockerabilidad frágil no tiene que ver con el gusto por un estilo musical en particular. Se trata, igual que con los adolescentes en la secundaria, del constante menosprecio del gusto ajeno para reforzar una identidad. ¿Por qué uso “rockerabilidades”, si no se trata específicamente del gusto por el rock? Porque es alrededor de este estilo musical, y otros afines, donde más se han gestado y reproducido muchas de las masculinidades tóxicas contemporáneas. Su imaginario ha promovido actitudes fundamentalistas y conservadoras disimuladas bajo un halo de supuesta rebeldía y transgresión.
En el artículo Rock and Sexuality, escrito en 1978, Angela McRobbie y Simon Frith plantearon que el rock “aborda los problemas de la pubertad, toma y articula las tensiones psicológicas y físicas de la adolescencia”. El problema es que esos adolescentes ya crecieron, pero insisten en imponer valores y un “deber ser” moral y artístico que aprendieron para distinguirse en la juventud. ¿Cuándo se volvió tan conservador el rock? De hecho, siempre lo ha sido. McRobbie y Frith consideran que, al menos en cuanto a la sexualidad, lo ha sido en tanto que ha perpetuado valores tradicionales de dominación y competencia masculina.
Por otra parte, en el libro Crash! Boom! Bang! (Una teoría sobre la muerte del rock), Juan Carlos Ramírez describe una importante contradicción en el rock: “reconozco al pop, uso las convenciones pop, estoy inscrito en su cadena de producción, pero a la vez hago todo lo posible por acabar con él”. Es decir, también cual adolescente, el rock se ha planteado en contra de las instituciones, pero ha insistido en ser validado por ellas (recordemos la frase “el rock es cultura”). Para Ramírez el rock es pop autoconsciente, y yo agregaría que incluso podría considerarse una de las encarnaciones más recientes de lo que Peter Gay define como pensamiento moderno, pues retomó sus dos principales atributos: a) se planteó en contra de lo convencional, y b) ejercitó la autocrítica. Pero el rock ya no encarna ambos atributos, muchos de sus defensores promueven valores morales y estéticos conservadores, mientras que, como ejercicio crítico, y citando a Rubén Albarrán, “ha perdido filo”.
Por eso es común encontrar imágenes o posts que se emocionan porque un menor de edad escucha, toca o alude al canon rockero, pues el conservadurismo se expresa a través de una constante nostalgia por un pasado “que fue mejor”. Sin embargo, no es la primera vez en la que el rock ha promovido un “deber ser” conservador, ocurrió también cuando el rock progresivo retomó valores provenientes de la música clásica: enaltecer la melodía y la armonía por encima del ritmo, aplaudir la complejidad como máxima virtud creativa, etcétera. Por eso un estudio de 2015, donde se analizaron 17,000 canciones compuestas entre 1960 y 2010, llegó a la conclusión de que fue la popularización del rap, y no la del rock, lo que representó “el evento más importante que dio forma a la estructura musical de las listas americanas en el periodo que estudiamos”.
Sí, el rock confrontó algunas cosas, pero musicalmente no fue revolucionario. Y de hecho tampoco lo ha sido moralmente, a pesar de que se ha repetido como mantra a lo largo de varias décadas. Conocemos los mitos: “los bailes generaron conmoción entre la gente”, “la música y las letras causaron indignación entre padres y autoridades”, etcétera. Claro, lo hizo como cualquier expresión emergente y vinculada a una nueva generación. Pero sólo puede ser considerado una transgresión radical si decidimos ignorar ejemplos previos de ruptura moral como lo fueron el jazz y otros ritmos negros en el mundo anglosajón, y el mambo y otros estilos tropicales en Latinoamérica. La del rock fue una ruptura “amigable” para las clases medias, una transgresión socialmente aceptable y que se montó en fórmulas ya conocidas, contrario a lo que se ha insistido.
Ahora bien, ya expliqué el porqué de “rockerabilidades”, pero ¿a qué me refiero con “fragilidad”? Al construirse desde la competencia y el menosprecio del otro, la rockerabilidad frágil también reproduce actitudes adolescentes: si se cuestiona el gesto machista o clasista se reacciona de manera visceral, o incluso berrinchuda. Es, de alguna manera, un claro ejemplo de lo que en redes sociales se ha empezado a denominar como “pendejo de Schrödinger”: trolea y menosprecia el gusto de los demás, pero cuando se le confronta apela a que sólo era una broma, que se trata de una simple opinión o, en su defecto, utiliza la vieja confiable “uy, la generación de cristal se ofende por todo”. Resulta irónico, pues tacha de “ofendiditas” a las nuevas generaciones, pero publica una y otra vez su indignación ante nuevas formas y prácticas musicales (y además promueve su censura).
Es un hecho que el rock ha dejado de ser juvenil, como pasa con cualquier estilo musical a medida que cambian las generaciones (el jazz y el mambo también fueron “juveniles”). Pero cualquier recordatorio de esa brecha generacional vulnera a muchos de sus defensores, más cuando se alude a que otros estilos musicales le han “robado” su lugar: que se mencione que el reguetón o el k-pop son los nuevos estandartes de la transgresión juvenil le genera a algunos la misma molestia que cuando el adolescente más popular de una escuela se ve desplazado por alguien nuevo. Estas rockerabilidades frágiles se han hecho evidentes cuando Billie Eilish declaró que no conocía a Van Halen, o cada que Reactor 105.7 ha hecho algún programa o listado dedicado al reguetón. Semana tras semana surge un nuevo berrinche en redes sociales: que si Bad Bunny ganó el premio ASCAP a mejor compositor del año, que si el k-pop ha sido el estandarte musical de las protestas sociales más importantes de lo que va del 2020, etcétera.
¿Cómo se relacionan las rockerabilidades frágiles con el machismo y el clasismo? Del machismo ya hablé, y el artículo de Angela McRobbie y Simon Frith lo desarrolla a detalle. Tiene que ver con la perpetuación de masculinidades conservadoras, con el minimizar el conocimiento y capacidad de las mujeres (algo que impacta en otros aspectos de la industria musical), y con la insistencia por hacer comparaciones no solicitadas como que “Freddy Mercury se vistió de mujer antes de Bad Bunny” (sí, algo que ha ocurrido con infinidad de artistas desde la Antigüedad). Sin embargo, como planteó el sociólogo francés Pierre Bourdieu en El origen y la evolución de las especies de melómanos, “la intolerancia estética puede tener una violencia terrible”, y eso muchas veces se construye desde una distinción de clase.
La rockerabilidad frágil es clasista porque plantea argumentos socioeconómicos y cognitivos al menospreciar y estereotipar el gusto por otros estilos musicales. Sí, Bruce Dickinson de Iron Maiden y Brian May de Queen tienen posgrados. ¿Y? Mira Aroyo de Ladytron y Residente también, así como varios artistas de K-Pop, mientras que Raymix hizo una estancia como ingeniero en la NASA. El nivel educativo o el nivel socioeconómico son irrelevantes, pero muchas veces la crítica a un estilo musical va acompañado de argumentos que aluden a ello. Claro, se puede detestar un estilo musical, eso como tal no te hace machista ni clasista, pero la rockerabilidad frágil tiene que ver con la manera en la que se expresa dicho disgusto. Como también plantea Bourdieu: “los gustos son inseparables de las repulsiones; la aversión por estilos de vida diferentes es probablemente una de las más poderosas barreras entre clases”, y un ejemplo de ello en México es el rechazo sistemático al gusto por ritmos tropicales o regionales.
En fin, por eso la rockerabilidades frágiles tienen estrecha relación con las masculinidades tóxicas, algo que se ha caricaturizado con personajes como El Flanagan, de Héctor Suárez, y El Poison, de Tamara de Anda. Su imaginario trasciende lo netamente musical, tal como se ha hecho evidente con las denuncias de acoso sexual en Burger Records, así como infinidad de ejemplos de abuso sexual, violencia de género, pedofilia y racismo que se han documentado en el ámbito rockero, pero que han sido minimizados porque el ojo de la crítica está en el reguetón y la música banda. Como dije antes: las rockerabilidades frágiles no se relacionan con un estilo musical en particular, sino que se trata de actitudes tóxicas que se disfrazan de gusto y conocimiento musical.
Por todo lo anterior, y tras poco más de un año de haber usado por primera vez la expresión “rockerabilidades frágiles”, comparto un listado de formas en las que he visto se hace evidente dicha fragilidad (además, claro está, de mentarme la madre por escribir este texto, acompañado de un “seguro escucha reguetón o pop”, ó “escribió el texto para quedar bien”). Si usted, o alguien cercano a usted, encaja con varias de las prácticas que desarrollo a continuación, ¡felicidades! Corre el riesgo de vivir en constante indignación por su rockerabilidad frágil, promoviendo valores conservadores y soltando manotazos cual adolescente:
En fin, sobran ejemplos. Yo he incurrido en varios. Y no significa que se tenga que escuchar de todo. Como ya dije, no se trata de negar que uno puede rechazar o incluso sentir repulsión por tal o cual forma musical. Lo que aquí problematizo es cómo la manera en la que se expresa dicho rechazo puede implicar o no una rockerabilidad frágil. Ciertos rockeros, así como personas afines a otros estilos musicales, se han vuelto la nueva liga de la decencia, y es importante apuntalarlo en lugar de reproducir mitos de forma acrítica.
El rock, como campo cultural, es bastante conservador. Sí, en su momento fue el estandarte de la transgresión, como ocurrió con estilos musicales previos. Pero hoy, y aunque incomode a muchos, sus ideales son encarnados por otras formas como el reguetón, el trap y la música banda. Claro, los seguidores de dichos estilos también reproducen aspectos nocivos, incluidas masculinidades tóxicas. Pero lo que aquí he querido desarrollar es que, si bien todo gusto musical es válido, así como su rechazo, el fundamentalismo, el clasismo y el machismo disfrazados de gusto no tienen por qué hacerse presentes al expresarlo. Como ya dije, la rockerabilidad frágil no sólo ocurre en el rock, pero es donde más se ha hecho tangible y se ha promovido en años recientes. ¿Hablaremos en algún momento de reguetonabilidades o k-poperabilidades frágiles? Probablemente. Lo que importa es no ignorar que esto atraviesa a cualquier estilo musical, pues como he dicho en varias ocasiones: los estilos musicales no son machistas o clasistas, sus practicantes sí.