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Quand ya plus rien [Cuando no queda nada]
Qu'elle est partie [Que ella se fue]
Qu'ya plus d'voisins [Que ya no hay vecinos]
Qu'ya même plus l'chien [Que no queda ni siquiera el perro]
Quand ya plus d'bruits [Cuando ya no hay más ruidos]
Pas plus qu'celui [Nada más este]
Qui rend marteau [Que martillea] […]
J'entends plus rien [No escucho nada más]
Que l'bruit du frigo [Que el ruido del refrigerador]
Mano Negra – “Le bruit du frigo”
Hace varias décadas Murray Schafer planteó que podemos analizar a una sociedad a partir de los sonidos que ésta produce. Ahora, por la cuarentena, muchas dinámicas han cambiado, y poner atención a nuestro entorno, desde los sonidos que generamos y que escuchamos en el día a día, nos permite comprender mucho sobre nosotros y quienes nos rodean, así como sobre los distintos procesos de trauma colectivo que estamos viviendo.
Por un lado, están los sonidos que hemos redescubierto. Las aves se han apropiado del paisaje sonoro, demostrando que, a pesar de todo, ahí siguen, cantando. Lo mismo ocurre con el viento y la lluvia, imponentes como siempre, y que ahora nos recuerdan lo frágiles que somos. Están aquellos momentos contemplativos al amanecer, por insomnio, o al atardecer, por apatía, donde el tiempo pasa junto con silencios tanto incómodos como relajantes. Y los músicos callejeros han reconfigurado el espacio urbano: organilleros, trompetistas, marimberos y conjuntos de música regional recorren, ante la ausencia de transeúntes en las avenidas, distintos rincones de cada barrio en busca de sustento que se traduce en monedas y agradecimientos que vuelan desde ventanas y balcones.
Hay, como contraparte, aquellos sonidos que han desaparecido. Hablo del tráfico, del barullo de las aglomeraciones y del golpeteo rítmico de construcciones. Aquellos sonidos con los que pensamos nos imponemos como seres “desarrollados”, pero que un virus ha vuelto insignificantes, además de vulnerar nuestra megalomanía. Sin embargo, también han desaparecido del espacio público aquellos sonidos que realmente nos hacen humanos, seres sensibles: las risas, conversaciones, silbidos, gritos e incluso una que otra mentada de madre. Ya no están.
Están también los sonidos que extrañamos. Las voces de seres queridos y quienes nos acompañaban por diversas circunstancias en el día a día. Y si bien algunos de esos sonidos llegaban a ser molestos, formaban parte de nuestra cotidianeidad. Leía, por ejemplo, que la Biblioteca pública de Nueva York creó un “álbum” de paisajes sonoros que podrían extrañarse, incluyendo los sonidos de una biblioteca, con sus murmullos, carraspeos y el pasar de las páginas de los libros. Dicho artículo plantea, básicamente, que al estar aislados extrañamos el sonido de prácticamente cualquier cosa ajena a lo se escucha en nuestras casas. ¡Y sí! Porque aún los sonidos de los que nos quejamos a diario forman parte de nuestra identidad aural, la cual ha sido alterada. Por eso no es fortuito que haya tanta nostalgia en redes sociales, incluyendo las dinámicas que nos invitan a recordar aquellos discos y canciones que nos han marcado, pues sin un paisaje sonoro compartido nos desvanecemos como individuos con identidades aurales compartidas.
Hemos reconfigurado aquellos sonidos que nos generan molestia. Las fiestas de los vecinos ya no sólo significan socialización o la posibilidad de pasar una noche sin dormir, sino que también significan “irresponsabilidad”: aquellos vecinos que con sus reuniones ponen en riesgo a la comunidad “por no guardar Susana distancia”. E incluso hay sonidos que nos indican el ocio de los vecinos en confinamiento. Ya sea por los nuevos hábitos que han desarrollado, o por aquellos que no escuchábamos por nuestras rutinas, vivimos de otra manera cada ocasión que pasan la aspiradora, barren, martillean, lavan la ropa y los trastes o cocinan. Claro, fijarnos en eso también habla de nuestro propio ocio, pues durante el confinamiento estamos mucho más pendientes de lo que hacen los demás a partir de los sonidos que generan.
Hay otros sonidos que nos hablan de las emociones y sentimientos de nuestros vecinos, algo de lo que he hablado con anterioridad. A partir de la música que escuchan podemos saber si están lidiando con las angustias y penas que conllevan la ansiedad y trauma colectivos. Y no podemos olvidar la posibilidad de aquellos sonidos que nos recuerdan cuando algún vecino se da gustos que tal vez otros no pueden: cuchicheos, suspiros, gemidos y rechinidos rítmicos del mobiliario que nos llevan a inferir -o escuchar abiertamente- situaciones de éxtasis (o tal vez somos nosotros quienes generamos esos sonidos, je je je).
Sin embargo, algunas situaciones no han cambiado, o incluso han aumentado, a pesar de lo que digan las autoridades. Siguen presentes los sonidos que como sociedad hemos naturalizado en lo cotidiano: aquellos implicados en la violencia doméstica y de género. Se trata de los sonidos que generamos como mexicanos machistas y alcohólicos: gritos, golpes y forcejeos, objetos que chocan o se rompen, y el llanto y gritos de angustia o súplica. Gestos que decidimos ignorar y relegamos a un segundo plano al subir el volumen de la música o de un programa de televisión, hecho que no sólo silencia “ruidos”, sino también a las víctimas.
Y yo, como individuo, ¿qué escucho? Además de todos los sonidos aquí descritos está el zumbido ensordecedor en mi cabeza por tensar los dientes y espalda como una forma de somatizar la ansiedad y la incertidumbre. Pero escucho también, y redescubro, el placer que implica la música que me acompaña cada noche, así como las memorias compartidas y las risas y voces de las personas que cada canción detona. Sí, hay sonidos gratos y otros desagradables, silencios incómodos y ruidos que relajan, y a medida que aumentan de intensidad ofrecen un ambiente ensordecedor… el recuerdo de todo lo humanos que somos, encarnado en el paisaje sonoro de la pandemia.