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Me imagino feliz en el camino de su eterno carnaval.
Miércoles, 7:35 A.M.
Un movimiento inédito golpeó mis costillas. Aún no me acostumbro a dormitar acompañado. Un minuto después, ya que logré reanimarme ligeramente, presencié tres de las seis emociones básicas: primero felicidad al ver quién estaba a lado de mí, después sorpresa al saber que faltaban 25 minutos para que ambos comenzáramos la rutina y al final, ira por tener que salir corriendo.
En diez minutos conseguimos huir velozmente considerando los retardos que tendríamos cada uno. Y ya solo, para intentar relajarme, comencé a buscar en los bolsos de mis prendas esos audífonos portátiles… que nunca localicé. Estaban extraviados. Intenté sondear su ubicación, pero el móvil informaba que los datos habían agotado. En resumen: estaba solo en ese trayecto al trabajo.
Al encontrarme sin automóvil y sin internet para pedir un carro privado, el transporte público sería la única opción, aunque el trayecto fuese más largo. El resplandor del sol comenzaría a azotar en las ventanillas del camión. Misma ventanilla que soporta mi cabeza al recargarme en ella. El viaje sería dilatado.
El tambaleo del transporte generó una reflexión en mí, justo cuando recordaba de “dónde venía”; porque hay partes del cuerpo que también tambalean cuando se conciben emociones. Mi terapeuta ya me había hablado de ellas, de sus causas y sus consecuencias. Existen seis emociones básicas que desencadenan otras tantas. He aquí el hilo conductor:
La felicidad, ese estado de ánimo que nos hace sentir plenos y satisfechos, produce sentires como la alegría, el interés, el orgullo, la aceptación o lo optimista. Una emoción que siento, por ejemplo, cuando una segunda sonrisa ríe junto a mí, cuando celebramos el logro de un triunfo o lo empoderado que es saberse auténtico y/o apreciado por terceras personas.
La sorpresa resulta un profesar de asombro o entusiasmo; también confusión. Algo similar a mi viaje en este camión, básicamente por la velocidad y habilidad del conductor para saltarse semáforos con luz roja. La sorpresa permea aquello que no hace reconocernos como desconocidos propios o cuando una situación nos pilla con extrañeza. Resulta incomodo eso que emite algo en las personas y que, al mismo tiempo, genera asombro: un beso robado, un evento inesperado, la presencia de lo desconocido.
Podemos hablar (así como yo conmigo mismo) del miedo, la emoción con más consecuencias posiblemente. Esa sensación provocada por la nulidad de algo, de un peligro real o de fantasía. El miedo ha resultado el obstáculo más entrañable en los seres para alcanzar una meta en particular, pues al sentir lo inexplorado, evitamos la exposición para no descubrir lo desértico. Del miedo permea la humillación, el rechazo, la sumisión, la inseguridad o la ansiedad. Atroces momentos que nos frenan a saltar al abismo, sin saber que al fondo podrían estar las dos emociones antes expuestas. Es ese miedo por tratar, declarar, acceder, impugnar o atreverse.
De un sabor agrio, la ira se posiciona. La amenaza, la locura, la agresión o frustración, también lo critico o el distanciamiento son sub-emociones que nacen de ésta. Ese vivir de enfado y agresión, misma que resulta natural, literal. Ira del presente, del pasado o de lo que pueda sobrevenir; emoción justificada cuando habitamos en un mundo tan dividido, desprotegido y vulnerable. Ira de lo que nos prohíben, de lo que nos extirpan o de lo que no nos permite ser plenos. Esa acción de murmurar un “¡puta madre!” constantemente.
Asco y tristeza se reflejan bien, emociones que son evidentes cuando llegan a uno. El asco con su disconformidad y su decepción y la tristeza con su culpabilidad, su abandono y depresión; hasta lo aburrido o absurdo también se cuelan en ambos. Peor aun cuando ese dúo se presenta en un solo momento: como la particularidad de ese hombre o mujer, lo miserable de algunas realidades o lo desesperante de ciertas condiciones.
Todo eso, en este andar acalorado dentro de un camión público donde puedo reflejar cada una de estas emociones en los rostros de las personas que viajan conmigo. Intentar sospechar qué acontece en sus mentes y realidades fue un juego complejo cuando en mí también se presentan efemérides. Recordar a las almas que se pretenden, que se aman, que se detestan y odian es una complicación absoluta. Afortunadamente en mi andar, y como parte de un mantra, solo puedo acaparar las emociones positivas, esas que te producen mohines inigualables, tales como los recuerdos que te orillan a levantar las cejas, mordisquear tus labios, aplaudir con fuerza o simplemente emitir un grito conmovedor.
La exhortación es estar dispuestos a disfrutar cada paso de esas emociones; que todas froten en un mismo día y en un mismo momento; unas más que las otras. Que se mezclen causando una particularidad genuina para comprender la vida propia. Y que por más confuso que sea, éstas se aprendan a dominar en pro de uno mismo. Que la intensidad de los momentos, la repetición de los sucesos, la importancia de las personas en nuestro entorno y la manera en la que modificamos y evolucionamos resulte la guía para migrar a lo impresionable.
Yo por mí parte, después de identificar cada emoción en la silueta con la que desperté, todo y nada a la vez, en este trayecto eterno, consigo funcionar por los estados de ánimo que más me favorezcan. Dicen que depende de uno vivir vidas formidables, y aunque resulta un tanto enredado, seguro alguien o algunos te auxiliarán en la exploración de la prosperidad.
Llegué a salvo, por si estaban con el pendiente. También compré cuanto antes unos audífonos, por si les generaba interés. Y con tanta reflexión en mí, así como recuerdos que corrían por la ruleta de emociones, pulsé play en esa melodía generosa que facilitó mi guía para saltar de los momentos inexactos, porque siempre se hallará una canción que nos encaucé, como un si existiera un tren donde son todos felices aquellos que lo abordan, mientras los demás marchamos detrás como grises payasos de arrabal. Tal como el track No. 6 de Paté de Fuá en su Tren de la alegría.
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