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El tercer largometraje del colombiano Ciro Guerra (La sombra del caminante, Los viajes del viento) se basa en los diarios de viaje del explorador y etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg y en los del biólogo norteamericano Richard Evans Schultes. ¿Qué tienen estos personajes en común? Que ambos se interesaron (desde sus respectivas disciplinas) por los pueblos originarios que se asentaron a lo largo del Amazonas.
La ficción concebida por Guerra se desarrolla en dos líneas narrativas distintas, pero sutilmente entrelazadas y que se complementan entre sí. La primera tiene lugar en 1909, cuando un Koch-Grünberg menguante y enfermo busca desesperadamente una planta sagrada llamada yakruna, que se cree tiene propiedades curativas y por medio de la que busca recobrar su salud; mientras que la segunda ocurre cuarenta años más tarde, cuando Evans llega a la misma región buscando también la mítica yerba, pero por motivos diferentes: desea que esta le ayude a soñar, ya que la exótica flor es también un poderoso alucinógeno.
Para encontrar dicha planta, ambos expedicionarios solicitan la ayuda de Karamakate, un respetado chamán que conoce de herbolaria y de otros secretos que la selva oculta. Es el último sobreviviente de su tribu, que piensa ha sido exterminada por los occidentales que buscan explotar el caucho de la región, por lo que desde entonces vive como un ermitaño en lo profundo de la jungla. Cuando Koch-Grünberg lo encuentra, el curandero es un joven receloso de ayudar al extranjero al que desprecia porque le ve como portador de destrucción y muerte, mientras que cuando Evans vuelve a contactarlo años más tarde, Karamakate ha envejecido trocándose en la sombra del hombre que fue, convirtiéndose en un chullachaqui: un individuo hueco, carente de recuerdos, que parece haber olvidado todo su pasado, todo lo que sabía.
Apoyado en la pulcra fotografía en blanco y negro de David Gallego, que logra captar de modo deliciosamente voluptuoso la exuberancia de los escenarios naturales donde transcurre(n) la(s) trama(s), el director propone un viaje por el corazón del Amazonas en forma de una incierta y por momentos alucinante travesía por pantanos rebosantes de vegetación, por los enormes lechos acuáticos del río más grande del mundo, y por lo alto de imponentes cadenas montañosas en busca de la planta sagrada en cuestión. Durante su búsqueda, los viajantes se toparan con las terribles consecuencias nacidas del choque cultural y religioso entre los colonizadores occidentales y las tribus nativas, que en algunos casos han engendrado sincretismos tan asombrosos como abominables y decadentes, que conjugan (en palabras del propio Karamakate) “lo peor de dos mundos”.
Pero tan fascinante como el viaje por la cuenca amazónica, lo es el viaje al interior de los personajes. Sus distintas (y muchas veces opuestas) concepciones del mundo les llevan a enfrentarse en reiteradas ocasiones, pero también a encontrar cosas en común que les permiten desarrollar vínculos muy particulares. Uno de ellos nace del conocimiento, de la necesidad que tienen de entender al otro, de aprender de él, de confiar en él. En especial Karamakate, quien conforme va recuperando sus recuerdos, tiene una epifanía, y comprende que con la perversión/extinción del pueblo Cohiuano (al que alguna vez perteneciese) toda su tradición, costumbres y sabiduría desaparecerán para siempre, a menos que logre transmitírselos a alguien…
Al final, El abrazo de la serpiente se transforma en un poema de tintes elegíacos dedicado al conocimiento. En especial a todo ese conocimiento ancestral que por soberbia, intolerancia, dogmatismo o mera ignorancia se ha diluido para siempre en las caudalosas corrientes del tiempo.