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Es paradójico que el que ha sido llamado “el filme más humano del año” no esté protagonizado por actores reales. O al menos, que estos no aparezcan a cuadro…
En efecto, el segundo largometraje del siempre original Charlie Kaufman es un filme animado que nos habla sobre la soledad, una de las emociones más humanas, profundas y complejas que existen. Kaufman decide apoyarse en Duke Johnson (con experiencia en el terreno de la animación) y crear con él una historia que reflexiona sobre el tema.
Una pantalla en negros aparece al principio del relato, y se escucha una cascada de voces que dicen distintas cosas, pero que en conjunto suenan iguales. Esta es una de las primeras pistas sutiles que Kaufman ha dispuesto para que el espectador vaya captando lo que sucede.
Una vez concluido este preludio, entramos de lleno a la historia de Michael Stone, un autor de libros enfocados en atención al cliente para diversas empresas, que lo han convertido en toda una celebridad y por ello viaja constantemente dando conferencias acerca de ello. En uno de esos viajes, Stone es invadido por una zozobra inusual pero que —como él mismo reconoce más tarde—, es producto de un sentimiento que se ha acumulado con el tiempo y que esa noche, en su lujosa habitación de hotel, alcanza un nivel insoportable. El hecho es que a pesar de llevar una vida exitosa, tener un feliz matrimonio y gozar de las mieles de la fama, es incapaz de desarrollar un vínculo real con otras personas, de comunicarse y sentirse conectado con ellas. Stone en el fondo percibe solo monotonía a su alrededor: todo se ve y suena igual. Y se siente solo y miserable.
Cuando este sentir se vuelve apremiante, y aprovechando que se encuentra en la ciudad donde vive una vieja amante, Stone la busca tratando de encontrar algo que le permita sentir un hálito de vida, de novedad. Y de ahí comienza a generarse una cadena de situaciones que solo llenarán de más frustración al personaje, pero que también le brindarán algunos rayos de luz esperanzadora… aunque efímera.
El diseño de arte y la animación no hacen sino reforzar la zozobra del protagonista: el universo concebido para Stone se parece mucho al nuestro en forma y fondo; todo es mundano y “normal” hasta cierto punto, pero con pequeños detalles que desconciertan: todos los rostros de los personajes que desfilan por la pantalla parecen tener rasgos similares —excepto el de Michael— y sus voces en realidad solo son una: la del actor Tom Noonan, quien da voz a todo hombre, mujer y niño que aparece en la trama, con excepción del protagonista (interpretado por el inglés David Thewlis) y un personaje que es la excepción a la regla de ese mundo perturbador: Lisa, dotada de una voz tímida, dulce y gentil, cortesía de la actriz Jennifer Jason Leigh, que puede —o no— ser la tabla de salvación para evitar que Stone se hunda en ese mundo gris e inarticulado.
A diferencia de lo que nos tiene acostumbrados en trabajos previos como guionista y director, aquí no hay escenas delirantes ni sucesos extraños. Bueno, en realidad sí hay uno, pero es justificado como una pesadilla nocturna de Stone. Lo anómalo no estalla en la trama de forma rampante como pasa en sus anteriores guiones, porque ya se encuentra allí, omnipresente en ese mundo donde todo transcurre “normalmente”, donde no parece ocurrir nada. Lo anómalo está oculto en cada voz que Stone escucha, cada gesto que le dirigen, cada pasillo que recorre, cada auto o avión que aborda. Lo anómalo habla con él, duerme con él, discute con él, le grita… como si intentase hacerlo consciente de que quizás lo único anómalo en esa realidad es él, y que lo que busca no está —y tal vez nunca estuvo— en ese mundo.
Anomalisa no es sino una sutil metáfora sobre la alienación y la pérdida de la identidad que permean muchos aspectos de nuestra cotidianidad, donde los sentimientos reales y puros parecen ser lo único capaz de traer luz —aunque sea fugazmente— para abatir el hastío y el sinsentido de la vida moderna.