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“Y ese paso habrá de ser recordado como el camino de Diego de Ordáz, por donde el ejército de su majestad don Carlos entró a la ciudad de los mexicanos”, vocifera un capitán delirante, en medio de la bruma de azufre del Popocatépetl.
El trabajo de Rubén Imaz y Yulene Olaizola en Epitafio nos lleva más que al momento histórico de la conquista de Tenochtitlán: hacia la reconstrucción del sentimiento de conquista. ¿Conquistar o desaparecer en el tiempo?
La cinta retoma un pasaje poco conocido de la invasión al antiguo México, la hazaña de un capitán que notificó a Hernán Cortés del azufre encontrado cerca del cráter de la montaña, evento crucial para abastecer de pólvora al ejército conquistador y destruir la afamada urbe mexica.
La misión encomendada por Cortés al capitán deriva en una empresa enloquecida que evoca a Fitzcarraldo de Werner Herzog. Mientras los viajeros escalan el volcán les susurra terribles profecías de piedra y ceniza. “Lo único que existe en este mundo es la maldad y su demonio que habita en esta montaña”, murmura uno de los soldados en un instante de duda.
Desde un cine minimalista de no-actores, que recuerda al estilo de Carlos Reygadas, pero también a la hechura de Juan Mora Catlett en filmes como Regreso a Aztlán, seguimos los pasos del Capitán Diego de Ordáz y de sus subordinados, Pedro y Gonzalo. Una película que se construye de personajes tangibles y atmosféricos: tres soldados conquistadores y un volcán viviente.
Antes de que la bruma inunde la pantalla la visión final muestra al protagonista predicando sobre Dios entre las fauces de otro Dios, en el centro simbólico de la Otredad: la montaña sagrada de los vencidos. ¿Pero quién vence a quién en el espejo del tiempo?