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Tírame los caracoles a ver si alguien me tiró a la mal o qué.
Presioné el botón de “stop” porque ya no quería seguir mirando la misma película durante media hora más; me deprimió… o quizá deprimido ya estaba. Con todo y la oscuridad, tentaba tratando de hallar la cajetilla para fumar; cuando uno habita en la penumbra, tiene que estar “tentando” para hallar lo que nunca tuvo. Pero es justo esa negritud la que nos hace soñar que lo tenemos.
No se ve nada. Me torcí el tobillo y me crují la carne con el filo del tequilero que tiré por estar a tientas… o delirante, al final funciona igual: o no vemos, o nos cegamos felizmente a propósito. Por fin una luz: la del fósforo. Qué idiotez creer que esa flama que me ilumina es una que yo mismo provoco… y que ocupo para generarme un mal. Qué idiotez.
Fue cuando And despertó después de que la arrulló esa desquiciada película. Quizá haya sido el olor a cigarrillo la que la despertó, pues detesta tenga tabaco en los labios y en el aliento. Preguntaba el resumen de la movie y el por qué mi insistencia por verla. Tenía razón, no nos perdíamos de nada; somos tan jóvenes para preguntarnos “el por qué estamos en esta vida” y por qué la adultez suena como una penumbra soledad.
Para agilizar el acto, ahí con la luz de la madrugada clavada en su figura desarropada, prefirió lanzar la pregunta del por qué mi absurda fascinación al cigarrillo. Si tan solo supiera de mis otras “absurdas fascinaciones” también me matan lentamente. Después de ridículas respuestas de su ridícula pregunta, divagamos con filosofía podredumbre, como niños hablamos con adultos. Entre tanta pasarela de pensamiento sin propósito surgió de mis labios una que, al día de hoy, me sigue taladrando el raciocinio: “¿para qué queremos a las personas?”. Más aún cuando se incrustan como adhesión.
Mencionamos por lo menos catorce nombres individualmente intentando colocarles una contestación para la hipótesis inicial. Personas que seguramente han rodeado nuestros treinta años… o quizá solo tres meses. Las respuestas colocadas fueron tan desagradables como las mismas etiquetas que engrapamos en la sociedad. A decir verdad, fue una aplastante realidad cuando localizamos ligeras posibles casualidades. Principalmente porque hay tanta gente a nuestro alrededor y, aún con ello, no nos sirven para nada en realidad.
Intentó levantar la mano para dar un punto de vista distinto al que habíamos plasmado (y al que solicito no se nos juzgue), mucho menos al considerar que la botella de tequila barato se ha consumado. Su mano blanca no daría la respuesta que nos calmaría en este calvario de realidades lastimosas, pero no fue así. Su chingada opinión nos bofeteó, y no de la manera erótica que tuvimos que estar plasmando en una noche de enero: “¿para qué nos quieren las personas a nosotros?”.
Llegó a mi mente el nombre de un lejano conocido que solo me busca para pedirme dinero y después ausentarse hasta que lo vuelva a necesitar. También recordó a su vecino que le solicita unos minutos de realidad para hacerle el amor a escondidas de su señora. Llegó a mi mente mis sobrinos y el respaldo que represento para ellos, ya sea para travesuras o para floreros rotos. Un ejemplo similar se le cruzó al analizar que los padres de los compañeros de nuestros hijos no son en realidad lo que aparentan en los grupos de chat en WhatsApp. Y así, cosas desagradables y otras más asquerosas nos enviciaban en la oscuridad que aún permanecía.
En un momento inapropiado, sincronizamos en la reflexión cuando siluetas amorosas surgieron a la conversación y que, para ser realistas, fue complejo descifrar el para qué nos quieren. Sentí melancolía al interpretar poco a poco las posibles respuestas, como ese sentimiento que se tiene cuando se deshebra el queso sin posibilidad de comerlo y deleitarlo. Tuve que sorber tres rondas de alcohol seguido pa’marrar fuerza.
Abrazaba sus cojines para tomar valor. Y aunque fuese una imagen infantil, descubrimos que ayuda para sentir que algo nos sujeta. Pero de cualquier manera es un palazo en el lomo al considerar las posibles alternativas. Y, ¿para qué nos quieren querer? Si es que es cariño. Seguramente sí, una de las tantas ramas del sentimentalismo egoísta, algo parecido a ese dolor que sentimos cuando algo muere; no porque se haya ido, sino porque ya no estará más con nosotros.
Comencé a escuchar en mi mente algunas expresiones que me dirigieron en algún momento, unos gratamente conmovedores y otros que parecerían cavar nuestra propia tumba. Comentarios poderosos que, si bien es cierto vienen del corazón, pueden darnos alas para volar u ocuparnos de blanco para acribillarnos. De hecho, le narré una anécdota con la que escupía gajos de naranja al dar la crónica. Una historia amorosa que terminó en una pésima broma, como chiste de payaso de alameda; en esa circunstancia sí logramos identificar para qué me quería aquella protagonista de ese cuento.
Es claro que las piezas de la familia también caían en la hipotenusa, porque claramente nos quieren para algo: ya sea para vernos triunfar o para jodernos más de lo que ya solemos estar. Igualmente con las historias del pasado: estoy seguro nos querían para algo… y ahora no nos quieren ni para respirar el mismo aire. Qué va, alguna misión se cumplió en ese desdichado momento.
Cuando pasamos al vino tinto corriente de supermercado ya habíamos recorrido gran parte de la lista. Es una retrospectiva valiosa para descubrir el valor que tenemos dentro o la porquería a la que olemos. Los demonios y los falsos ángeles también nos quieren para algo, visiblemente para sus propios intereses. Pero nos necesitan para eso, y es ahí la recompensa de seguir caminando. De forma rotunda el ambiente laboral, la comunidad de vecinos, los usuarios con los que compartimos el gimnasio o los que nos dan algún servicio surgieron a la conversación; posiblemente para algo los queremos,… o los utilizamos,… o nos manejan.
Arrancamos el automóvil y volamos en la misma oscuridad. No había destino ni rumbo. La única intención era seguir pensando en las personas a nuestros costados y cuestionarnos ¡para qué chingados nos quieren!
Acelerando recordé que las almas también nos quieren para algo, pero se lo llevarán al infierno sin saber qué necesitaban de nosotros. Ella, por ejemplo, una remembranza, también me necesita para algo, para sentir que quiere algo o que alguien la quiere. El tabaquero notó que me necesita para hacerlo más millonario, o mi casero para comprar sus medicamentos contra el cáncer. El escuincle para darle fortaleza o la hermana para respaldarla. Mi mejor amigo me necesita para motivarlo a seguir y también visitar algún buen bar. Ese men de la editorial dice que tenemos algo importante para salir a flote; también lo necesito yo a él. Tanta gente a los costados que podemos cuestionarnos el “para qué nos quieren”. Y con naturalidad puedo mencionar que no importa la respuesta, porque al final ahí estaremos: para dar luminiscencia, para dar afecto, para dar vergüenza o para solapar. El artista nos quiere para llenar sus conciertos y yo para que su música me rescate, por ejemplo.
Al volver a casa solitario el zancudo de la melancolía me picoteó. Desgraciado. Estaba tan anonadado pensando en aquel cuestionar, que un desdichado mosco vino a arruinar mi divagar. No fue tan doloroso para ser honesto, pero sí me dejó una roncha que ando rascando durante toda la madrugada y toda la mañana. Es incomodo. Es una molestia de esas que desconocemos, que no matan, pero sí irritan. El cuestionar y cuestionar orilla a más preguntas sin respuestas; eso es más complejo que aprender que, en la pirámide de prioridades, solo somos turistas con cientos de tickets sin poder pasear.
El alucín terminó. Fue de golpe y sin verlo venir. La pregunta sigue abierta… para mí, para ti: ¿Para qué quieren las personas a las personas? Es valioso saber que tenemos manos amigas que no han hecho tanto bien o ancestros para que nos guarden en toda guerra, más uno es quien tiene que en verdad curarse pa’ qué fluya el arte. Sea lo que sea que [las personas] quieran tirarnos, se les regresa con más… corea Cultura Profética en “Los caracoles”. Por fin me quedé quieto y volví a la penumbra; aún tenía media hora libre para terminar ridícula película.
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