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A 20 años del ‘Sound-Dust’ de Stereolab

A 20 años del ‘Sound-Dust’ de Stereolab

Necesito a alguien, me siento tan sola.

Nada más terrible que el nombre de Stereolab. Con nueve álbumes de estudio e incontables compilados y EP, resulta imposible para los críticos llegar a un consenso sobre cuál fue el punto más glorioso de la banda. Para la mayoría, Emperor Tomato Ketchup (1996) es el culmen de la búsqueda por un sonido retrofuturista que integrara texturas del krautrock con estructuras pop. Sin embargo, para otro grupo de fanáticos, su sucesor Dots and Loops (1997) fue el responsable de marcar un antes y un después en la carrera de Stereolab, pues vio al grupo debutar en la producción digital para llevar a otro nivel su mezcla de lounge, bossa-nova, jazz, drum n’ bass y crítica sociopolítica. 

Desafortunadamente, estas discusiones tienden a ignorar el nombre de Sound-Dust, álbum con el que el grupo recibió el nuevo milenio y recuperó un poco del prestigio que la prensa le había arrebatado con las críticas de su trabajo anterior. Para revistas como NME, la música de Stereolab, con sus complejas variaciones rítmicas y sus experimentos sintéticos, se estaba convirtiendo en nada más que un producto “pomposamente autoindulgente”, “intelectualmente vacío” y “estéticamente repugnante”, como lo escribió en su reseña para el álbum Cobra and Phases... (1999).

Aunque el compositor Tim Gane nunca le dio la razón a la prensa, sabía que las posibilidades de su creatividad iban más allá de la complacencia a un nicho ávido de complejidades rítmicas; para eso, ya existía el techno y decenas de estilos de música electrónica. Así que, en el séptimo álbum de Stereolab, decidió enfocarse ya no en el exceso de pulsos y sintetizadores, sino en una orquestación pomposa con arpas, celestas, pianos y clavecines, así como en la transformación de sus canciones en pequeñas sinfonías con cambios y movimientos. Toda una proeza que bien recuerda a las obsesiones musicales de Brian Wilson, pero nacido en la época del Windows XP.

El resultado fue Sound-Dust (2001), álbum que parece más bien la secuela de Dots and Loops, donde el grupo finalmente logra conciliar su pasión por la búsqueda de nuevos caminos sonoros con la sensibilidad de sus momentos más pop. Aquí también abundan los pasajes instrumentales, pero no como una exhibición de virtuosismo técnico, sino como reminiscencias de una obra cinematográfica; “Black Ants in Sound Dust” y “Spacemoth” parecen una continuación de Krzysztof Komeda y su banda sonora para Rosemary’s Baby (1968), la obra maestra de Polanski. Asimismo, las instrumentaciones grandilocuentes de temas como “Baby Lulu” son el guiño más directo a The Beach Boys y su Pet Sounds (1966). Y el sello de Stereolab, es decir, la crítica a la sociedad del capitalismo, se refinó para dar lugar a una disertación sobre la condición humana con todas sus dicotomías y contradicciones, como cuando Laetitia Sadier canta en “Nought More Terrific Than Man” que “la realidad es dual, camina entre el bien y el mal”.

Pero el momento en Sound-Dust que destaca sobre el resto es “The Black Arts”, pues aquí Stereolab abandona las disertaciones filosóficas para cantar sobre el tema predilecto de la música pop, que es la pérdida de los afectos. En esta canción, la voz de Sadier armoniza una vez más con la de Mary Hansen con la tierna inocencia que a ambas mujeres les dio el hecho de no saber que lo estaban haciendo por última vez: un año más tarde, en un accidente de tránsito, Hansen perdería la vida y dejaría una huella imborrable en el grupo, misma que iniciaría su declive personal y artístico. A posteriori, la angustia de Sadier por la ausencia de una de sus mejores amigas quedaría plasmada en la línea más simple, pero también más íntima, escrita alguna vez en los versos de la banda: "necesito a alguien para compartir mi carencia. Necesito a alguien, me siento tan sola...".

Sound-Dust ha pasado a la historia más como el álbum que precedió al deceso de Mary Hansen que como un trabajo sobresaliente por sus propias cualidades. También, ha permanecido escondido en la discografía de Stereolab gracias a una prensa que nunca superó la gloria de Emperor Tomato Ketchup y a la injusta clasificación del grupo en la etiqueta del post-rock, estilo que para entonces ya había dado sus mejores momentos a cargo de Tortoise y Mogwai. Sin embargo, en sus 13 cortes —y en los de álbumes como el Yoshimi Battles the Pink Robots (2002) de The Flaming Lips— es posible rastrear los orígenes del sonido que el pop progresivo tomaría en las décadas siguientes, abanderado por nombres como Animal Collective, Broadcast o Cornelius.

No obstante, el verdadero mérito de este álbum se encuentra en su testimonio de las inquietudes que recibieron al siglo XXI, durante aquel infame septiembre de 2001. Las letras de Sadier versan sobre el terror, la soledad, la maldad latente y, especialmente, sobre el miedo al poder alienante de los medios de comunicación, los cuales terminarían por convertirse en pilares de la sociedad y la política 20 años después (“estoy esperando a que el espectáculo se termine [...] quizá así nuestras vidas se vuelvan tan aburridas que nuestros sentidos se despierten”, canta en “Hallucinex”). Sound-Dust es un retrato con sentido tragicómico de los temores imperantes en la llegada del milenio; pero, en su forma última, es también un recordatorio de que la vida y su belleza inician más allá de cualquier utopía. Y de que la muerte, con su delicado vuelo, no dudaría en posarse sobre nuestros hombros en el momento menos esperado.