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A lo largo de los últimos años se ha vuelto cada vez más común encontrar personas “socialmente conscientes” que terminan haciendo más daño que beneficio en cuanto a lo que supuestamente predican. Me refiero a un perfil que podría denominarse, irónicamente, como “racismo woke”. ¿En qué consiste? Se trata de gente que, cual “farol de la calle, oscuridad de su casa”, replica discursos en contra de la discriminación, el racismo o el machismo, pero que en el día a día, mediante distintas acciones, pone en práctica lo contrario. Es un perfil ampliamente conocido, pero es importante revisar lo que implica en México.
El racista woke está al tanto de diversos discursos sobre inclusión social, pero no se da cuenta de cómo sus acciones los contradicen. Pienso, por ejemplo, en personas que constantemente apelan a ideales “anti hegemónicos”, pero que a la par menosprecian formas populares y prácticas culturales locales. Es decir, mientras que por un lado se quejan de la precariedad de las condiciones de la creación artística en México, difundiendo mensajes sobre “apoyar lo local”, en su día a día promueven prácticamente sólo aquello proveniente de otras latitudes.
También están quienes se indignan por el racismo en Estados Unidos o Europa, pero replican, cual Juanpa Zurita, que “en México no se experimenta un racismo así”, como si fuera normal que el 50% de la población viva en pobreza o que no haya presencia de alguna otra lengua local, que no sea el español, en distintos medios y contextos artísticos. Son personajes con discursos “solidarios”, pero que a la menor provocación apelan a la falta de cultura, educación o formación de otras personas. Aluden constantemente a la noción de “buen gusto” –el cual suele ser anglofílico o eurocentrista–, así como a la idea de una “cultura universal” o un “deber ser” artístico, omitiendo que dicha universalidad excluye muchas expresiones, valores y estéticas que podrían denominarse no-occidentales.
Si, nada nuevo. Entonces, ¿por qué lo traigo a colación? Porque con las tensiones sociales actuales, y los movimientos que están surgiendo alrededor del mundo, este perfil replica y perpetúa aquello que supuestamente ataca. México es racista, lo sabemos y lo repetimos constantemente, pero no dimensionamos realmente a qué grado y de qué formas. Por eso tanto Chumel Torres como Tenoch Huerta, desde posturas ideológicas opuestas, utilizan fácilmente el argumento de “yo sí fui a la escuela” para menospreciar al otro. No nos damos cuenta cómo replicamos ideas y valores ajenos al contexto y realidad locales.
Es decir, el racismo woke es colonizado y colonizador. Por eso los debates sobre racismo en México terminan perpetuando, en paralelo, ideales de adoctrinamiento cultural. Desde las corrientes mestizófilas e hispanófilas de finales del siglo XIX, pasando por las políticas paternalistas del nacionalismo mexicano, y hasta llegar a infinidad de gestores culturales independientes que buscan promover “LA buena música”, “LA buena literatura”, o “EL buen cine”, existe como hilo conductor una aproximación colonialista a la cultura: promover un “deber ser” desde valores impostados, en lugar de comprender y documentar lo que es y ya existe localmente.
Con esto no busco exaltar un discurso patriotero o localista, la relación local / global es fundamental y necesaria para no caer en ello, y en su lugar promover la diversidad. Pero es justo por la reproducción de estos “deberes ser” que, cuando ocurrió lo de George Floyd en Estados Unidos, hubo gente que se aventó el trompo a la uña de decir “hay que defender a la comunidad negra porque sin ellos no tendríamos tal o cual expresión cultural”. Nel, hay que ser empáticos porque son seres humanos, con derechos y libertades, no porque “nos han legado algo valioso”. ¿O qué? ¿Entonces todas las culturas invisibilizadas a lo largo de la historia no son valiosas porque no tenemos un legado pop tangible de ellas?
Algunos dirán, “pero no siempre es racismo, porque mucho de lo que dices no tiene que ver con lo fenotípico”. Sí lo es, y se le considera así desde hace al menos 50 años. Claro, sigue existiendo el racismo “tradicional” que excluye y menosprecia a alguien por su fenotipo, como cuando en WhatsApp se comparten mensajes de “si ves a alguien que parezca centroamericano con una INE, quítasela”. Pero tanto CONAPRED, como la ONU y prácticamente cualquier diccionario, entienden el concepto de racismo como “el odio, rechazo, exclusión o discriminación de una persona por su raza, su color de piel, su origen étnico o nacional, expresiones culturales, su lengua, su cultura o su sexualidad”. Entonces, si excluyes o discriminas a un sector de la población a partir de sus hábitos culturales y gustos, estás siendo racista, así, de manual, de diccionario.
Sobran expresiones de racismo y exclusión en México. La omisión de la comunidad afrodescendiente en la historia de este país, la represión sistemática a comunidades indígenas, la prácticamente nula presencia de las mismas y sus lenguas en instituciones mediáticas, políticas y legislativas, la perpetuación de la pobreza, los feminicidios y transfeminicidios, la falta de representación de diversidad de género en la política nacional, la pigmentocracia, la violencia hacia migrantes, etcétera. Sumémosle además la historia de esterilizaciones forzadas, la persecución, segregación y asesinato de chinos a inicios del siglo XX, la prohibición de músicas indígenas, solo por mencionar algunos casos históricos. En fin, una lady y un lord en cada hijo nos ha dado este país.
Hay varias formas de discriminación en el sector cultural, ya sea por omisión o por lo que la historiadora Olivia Gall define como racismo asimilacionista. Se trata de cuando prácticas “folclóricas” son apropiadas y promovidas “para exportarles y representar a México”, mientras que quienes las encarnan en el día a día son excluidos o exotizados al momento de querer participar en algún festival o en la convocatoria de alguna beca (recordemos, por ejemplo, el centralismo y nula diversidad que ha implicado la asignación del FONCA). Están también las dinámicas paternalistas que buscan imponer formas artísticas en lugar de promover aquellas que ya se desarrollan localmente. Esto es perpetuado por diversos medios e instituciones artísticas y académicas, pues basta revisar cómo infinidad de personalidades capitalizan discursos sobre lo popular a la vez que menosprecian en diversos contextos esas y otras expresiones por considerarles “mediocres”.
Hablo de un racismo disfrazado de gusto, más cuando al promoverlo se repiten sistemáticamente críticas que minimizan expresiones de ciertos sectores de la población (cuando lo sencillo sería decir “no me gusta”, y ya). Uno no es “auténtico y diferente” cuando menosprecia el gusto popular, sino que repite valores culturales y criterios estéticos hegemónicos con más de 200 años de historia. Somos “racistas woke”, colonizados y a la vez colonizadores. Nos sumamos a posturas de consciencia social global con el mismo arribismo con el que buscamos legitimarnos mediante el gusto por prácticas provenientes de otras latitudes. Es decir, saboteamos la lucha por estos derechos en México cuando denunciamos discursos de odio, y a la vez menospreciamos formas locales de hablar, de escribir, de comportarse o de ser, simplemente porque no cumplen con nuestra expectativa de un “deber ser” occidentalizado.
Para terminar, y pecando un poco de lo que aquí denuncio (aunque recordemos que apelo a un equilibrio entre lo local y lo global), cito a Tzvetan Todorov, un autor búlgaro francés que problematizó muchos de estos temas: “Imponer la libertad a otros es oprimirles, forzar la igualdad en ellos es tratarles como inferiores. Los medios destruyen el fin”. Coincido, pues la exclusión y discriminación bajo la excusa del gusto, así como el resto de los micro (y no tan micro) racismos aquí mencionados, terminan siendo más violentos que lo que ocurre en aquellos países consideramos abiertamente racistas. ¿Por qué? Porque aquí lo hemos normalizado histórica y estructuralmente. El racismo en México se problematiza en lo cotidiano sólo cuando ya se dio por sentado que lo normal es que la mitad de la población esté invisibilizada. Brincamos cuando alguien critica al chicharrón en salsa verde, al reguetón o ciertos rasgos fenotípicos, pero no cuando en el día a día promovemos un “deber ser” cultural que sistemáticamente anula buena parte de las expresiones locales. Ese es el racismo woke.