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El pasado 20 de julio, Tony Oladipo Allen hubiera cumplido 80 años. Pero desafortunadamente, este increíble baterista, uno de los mejores que haya existido, conocido por contribuir a la creación del estilo musical afrobeat —bajo la dirección de Fela Kuti—, falleció el último día de abril a causa de un aneurisma aórtico abdominal. Cuando leí la noticia, fue como recibir un golpe en el estómago. Experimenté el “duelo del aficionado”, ese sentimiento de desolación que te embarga y hace llorar cuando una referencia musical muy personal y querida, deja los escenarios para siempre, sin retorno.
Debo decir que extrañaré a Tony Allen. Su batería significó un salto cuántico en mi pasión y gusto por la música. Recuerdo bien la primera vez que escuché “Question Jam Answer” —del disco de Fela, Roforofo Fight—. Sentí como su doble pedaleo en el bombo, su intensidad polirrítmica y estilo pulsante de golpear los platillos, se apoderaban de todo mi cuerpo. El estado de trance al que me arrastró la música de Tony Allen, Africa 70, y por supuesto Fela Kuti, me hizo “entrar en el ritmo” y perderme en un vórtice de tiempo, para nunca querer salir de él.
Lamentablemente, Tony Allen nunca obtuvo en México la atención que merecía. Tengo un par de hipótesis de por qué pudo haber sido. Una, porque el movimiento afro, término con el que podemos adjetivar toda una escena en torno a la danza, percusión y música conectada con el oeste de África, empezó a conformarse hace apenas alrededor de 30 años. Lo afro en estos términos, es algo relativamente reciente, además de que opera casi exclusivamente en la autogestión y al margen del establishment musical. Y dos, porque el único concierto que ofreció en México, en el 2013, fue en la Alhóndiga de Granaditas en Guanajuato. Un acontecimiento que pasó un tanto inadvertido, al no tener como sede otra ciudad o plataforma más céntrica o mediatizada dentro de la industria, que no fuera el Cervantino. Hoy puedo decir que no se agotaron los boletos para el primer y único concierto que Tony Allen dio en nuestro país.
Tony Allen nació en Lagos, Nigeria, en 1940. Desde muy joven se interesó por tocar la batería al escuchar a bateristas como Elvin Jones, Art Blakey, Max Roach, Remi Kabaka, y especialmente a Kofi Ghanaba, uno de los primeros en experimentar con la aplicación de la rítmica africana al jazz y viceversa. En su escena local, empezó tocando la clave con The Cool Cats —un proyecto del trompetista Victor Olaiya— hasta que se desocupó la plaza de baterista. Imagino que, desde esos años, comenzó a practicar la fusión de sus gustos e influencias musicales, desarrollando progresivamente un esquema único de tocar la batería.
Fue en 1964, en el circuito de tocadas en Lagos, siendo baterista de The Western Toppers Highlife Band, como Tony Allen y Fela Kuti se conocieron. El encuentro de estos dos es, sin duda, uno de los binomios más revolucionarios en la historia de la música —como lo fueron Charlie Parker y Dizzy Gillespie en su momento—.
Después de un tiempo de tocar highlife-jazz con Koola Lobitos y de adoptar concepciones musicales y políticas tras su primera turbulenta gira por los Estados Unidos (aquí habría que reconocer la influencia de Sandra Izsadore y su pedagogía de la identidad afro y del movimiento por los derechos civiles), Fela Kuti y Tony Allen destilaron el género afrobeat. Un nuevo sonido africano militante. Explosivo. De ritmo obsesivo. Una suerte de “zona de contacto musical” donde colisionan la tradición yoruba, la música highlife y juju, la polirritmia funk de James Brown, y el paradigma místico-mágico del jazz johncoltranesco.
Estoy agradecido de haber tenido juntos a Fela Kuti y Tony Allen tanto tiempo como pudimos (1964-1978). Lo suficiente para haber creado el afrobeat. El primero era el afro, el segundo era el ritmo (beat), decía Oghene Kologbo —guitarrista de Africa 70—.
Tony Allen fue uno de los principales responsables en hacer que la música africana fuera más digerible para los oídos no africanos. Adoptó el kit de batería como un catalizador cultural. Para transitar entre rudimentos, ritmos, cadencias, acentos, patrones y compases de matrices distintas, hasta encontrase a sí mismo, no en el highlife o el jazz o el funk, sino en las tres cosas a la vez. Basta con escuchar temas como “Monkey Banana”, “JJD”, “Confusion” y/o “No Accommodation For Lagos”, para darnos cuenta que en su batería todo está entretejido: la síncopa del bajo, los obsesivos riffs de guitarra, la estridencia militar de la sección de metales, la danza, los coros y la propulsión polirrítmica de shekeres, congas, bongos y claves. Tony Allen era especialmente hábil para asegurarse de que todas las partes del ensamble tuvieran algo que decir y aportar a la conversación.
Me gusta como Hanif Abdurraqib describe a Africa 70, como una banda que podía ser inmaculadamente precisa y brillantemente desordenada al mismo tiempo. Donde Tony Allen, siempre estuvo dispuesto a mantener unido todo ese torrente de sonidos.
Después de abandonar Africa 70 en 1978 —dado la situación cada vez más inestable con Fela y su activismo político—, Tony Allen lanzó varios discos por cuenta propia y colaboró durante las últimas dos décadas con muchos artistas y bandas de distintas partes del mundo (Sunny Adé, Damon Albarn, Hugh Masekela, Jimi Tenor, Angelique Kidjo, Jeff Mills, Erykah Badu, Les Freres Smith, Abayomy Afrobeat Orquestra, Fanga y Kingdom Afrocks, entre otros).
Ahora el afrobeat, esta música nacida en Nigeria, es una conversación que, gracias a la batería de Tony Allen, se ha expandido por todas partes, al incorporar con éxito algunos de los principales géneros en rotación (hip hop, reggae, rock, electrónica, pop, funk) y adaptarse a los matices de la sensibilidad musical contemporánea. Pienso que el afrobeat y el groove afro, son una de las principales influencias dentro del panorama musical actual. Un ritmo políticamente relevante, que suministra aire fresco y renovado a una música que se torna cada día más rancia y estéril.
Cómo me gustaría ver más a menudo la visión e inventiva de Tony Allen. Esa lúcida y brillante capacidad creadora que, aunque retoma herencias y antecedentes, no tiene miedo de ir en búsqueda de su propia voz. Decía Bill Bruford, lo que distingue al “baterista funcional” del “baterista de composición”, es que éste último se aventura, empuja los límites, escapa a los consensos, y desafía toda imposición sobre la interpretación y estilo personal. Admiro de Tony Allen precisamente esas cosas: su deseo de hacer música con una voz propia, su voluntad de renovación, y su tremenda capacidad de colaboración y modo de alojar la musicalidad de otros dentro de su propio beat.
A más de tres meses de esta pérdida, sólo quería decir que voy a extrañar a Tony Allen, con quien siempre estaré agradecido por el ritmo, por sus letras, por llevarse la batería de regreso a África y devolvérnosla con tan poderoso groove.