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Pedro y el Lobo / 2019
Sé que en la mayoría de mis reseñas hablo de cómo las composiciones musicales terminan convirtiéndose en atmósferas o viajes a través de los sonidos, en este caso particular voy a abusar de este recurso. ¿Por qué? Porque ross. es justo eso: un cúmulo de pulsaciones sonoras que terminan creando un ambiente único en el que quien escucha se convierte en un viajero dentro de las 10 estaciones que son cada track.
El álbum, cuarto en la carrera de la banda, genera desde que inicia una serie de imágenes mentales que conectan con emociones profundas en la psique de cualquier ser humano. Desolación, amor, tristeza, júbilo, nostalgia, esperanza… cada una de ellas se puede sentir como una micro película que está reproduciéndose en nuestra mente mientras escuchamos, incluso sin prestar atención, el disco. Hay una elegancia que lo inunda todo y que permita que escuchemos cada tema con un sensibilidad única y que logra que esta no caiga en la sensiblería. Además cada track es, en sí mismo, un episodio finito de una todo más grande y más bello: “Darkest Hour” es una balada folk que seduce para que entres al bar y tomes una cerveza o un whisky en la barra, hay sonidos ambientales que complementan el rasgueo de la guitarra acústica que suena y que acompaña a la batería del fondo; “Slow Down” llega en el momento en el que ese trago comienza a sentirse un poco más ligero y tu cabeza se embota… el arpegio de las cuerdas te sumergen en la melancolía que aún no conocías, pero que te resulta familiar, es una caricia en la mejilla cuarteada por el frío del clima.
“H.A.H.F.” es un respiro tenue que te permite sacar la cabeza del mar de emociones que, con los dos tracks anteriores, te cubrieron hasta la cabeza y un espacio previo a la nostalgia y el amor desbordante del resto del álbum. Con “I'll Make You Feel” (esa canción que espero poder cantarle a la mujer con la que voy de la mano) es una experimentación musical única, con sintetizadores y sonidos abstractos, que evoca sentimientos tan puros que hace que el corazón crezca y la luz se cuele por lo nublado del cielo. “Not Around” y “222” son fuerzas opuestas que se complementan en la mitad del viaje: la primera una calma que genera desazón en la que la voz de Ryan Karazija cobra un protagonismo cohibido, pero concreto; la segunda, una melodía a piano que nos regresa a la solitud y lo inescrutable de la oscuridad.
El álbum cierra con cuatro temas que se antojan como un recorrido disonante y etéreo. “Feel like Dying” es un vaivén de acentos musicales y vocales en los que podemos recostarnos. “The Machine” se antoja como una caminata entre parajes extraños que inducen a la introspección y que culminan con una atmósfera espacial. “Blue Eyes” es la apología de una partida próxima que no quiere ser acometida y en la que el rasgueo de una guitarra en el fondo se vuelve casi un himno a la tristeza. El epílogo llega con “Empty House”, el momento más lúgubre de un viaje ciertamente memorable, pero que no deja de ser espectacular e invitan a recomenzar este viaje entre atmósferas tan apacibles y azules.
Y sí, es un disco muy ad hoc para la banda, pero es uno en el que se muestra la maestría en la pluma y en la musicalidad de un Ryan mucho más maduro, de artistas que saben cómo tocar las fibras de un corazón. Todo en este álbum es magistral y, aunque por momentos no es tan sencillo de seguir pues la cantidad de sentimientos vertidos en él es avasalladora, eleva a un estado de catarsis que pocas veces se logra en la música hoy día.