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Las primeras palabras que salieron de la boca de Jens Lekman en su concierto de la Ciudad de México el pasado 14 de febrero fueron disculpas. “Perdón por haber tardado tanto en venir”, dijo a un SALA que no estaba vacío, pero tampoco hasta su capacidad más vulnerable. Él, como el público que estaba ahí, sabía perfecto que la relación entre ambos había sido larga, fructífera y llena de recompensas a pesar de que, en sus 14 años de carrera desde su primer disco, nunca se había acercado a tierras mexicanas.
Metafóricamente –y a caso un tanto literal– la relación entre Jens Lekman y su audiencia en México era de pen pals. Su música siempre ha sido más narrativa que otra cosa y todo aquello que ha manufacturado desde sus inicios no son algo distinto a un puñado de historias que se disfrutarían, incluso, si la música que las acompaña no estuviera ahí. No es difícil imaginar entonces que ese primer encuentro estuvo lleno de emoción.
El concierto que Lekman ofreció creció de manera gradual. Desde las disculpas del inicio, su actuación fue mutando prodigiosamente. Había un punto que parecía ser endeble en el papel: venía completamente solo y era fácil imaginar que no haría cosa más allá de un acústico natural. Sin embargo, a través de las canciones Lekman se las ingenió para arrojar sorpresas a lo largo de las casi dos horas que duró su presentación.
No solo le brindó al público versiones acústicas de sus momentos más épicos en “Night Falls Over Kortedala”, sino que además desempolvó un par de canciones de más atrás y sangró otra tantas de I Know What Love Isn't, su disco más complicado a la fecha. Además de dar un recorrido impecable por los puntos más conmovedores de Life Will See You Know, el disco que lo trajo aquí.
En medio de todo ese recorrido Lekman asumió su papel de perfecto contador de cuentos y, como en los mejores libros de Nick Hornby, narró historias más allá de las que entonaba. Con ayuda de una –un tanto fallida– traductora mexicana, el sueco le dio prólogos y epílogos de sus canciones más icónicas a un público hambriento de ellos. Todo para después convertirlo en una celebración que incluía un par de bailarines, prueba de que los consejos de Javiera Mena en el pasado no fueron echados en saco roto.
Al final la noche bien pudo haber sido una canción de su autoría. El final de un día de San Valentín como ningún otro: celebrando una amistad a distancia con el calor que solo la cercanía ofrece, escuchando sus historias de primera voz y terminando en una fiesta tan divertida que solo pudo haber sido resultado de la falta de planeación. Una noche para vivir en una nueva canción favorita. Nada mal.